lunes, 16 de marzo de 2009

Superhéroes y crisis (...). (I)


El Juez de toda la Tierra. Superhéroes y crisis política y moral prebélica.

[El superhéroe frente al marxismo-leninismo. Por qué es necesario invertir el espejo de las ficciones superheroicas para saber de dónde extraen los superhéroes su poder y en qué circunstancias históricas pueden seguir ejerciéndolo sobre el público lector]

Para que nadie se lleve a engaño o piense que nos llevamos a engaño, aclaramos ya que, en este parágrafo, vamos a argumentar a partir de una opinión plausible, que al mismo tiempo es el adelanto de la tesis a la que queremos llegar. Describiremos, pues, un círculo en nuestra argumentación; y dado que somos unos discutidores y unos bromistas, nos dará igual. Partiendo de la opinión de que “los superhéroes son figuras propagandísticas del Imperio estadounidense y refuerzan comportamientos tan mojigatos como agresivos” pretendemos extraer la tesis que sigue: existe una relación directa entre la regeneración de las ficciones superheroicas y los períodos de crisis y reajuste del proyecto universal (imperial) del Hombre americano. Por tanto, también afirmaremos que ambos, las ficciones superheroicas y el repliegue pre-bélico del Hombre americano, han mantenido, desde 1938, una correlación nada azarosa -una correlación directa, derivada de factores internos y no meramente accidental-, una correlación que se mantendrá mientras no se produzcan descomposiciones irreversibles en el cuerpo de las ideologías y tradiciones propias de la “Democracia atlética de los EEUU“, o -claro está- mientras el proyecto universal del Hombre americano no sea sometido y desarmado por fuerzas externas. Al encontrar las razones de esta correlación superhéroes-crisis del American Way, tendremos que descartar que fuese la mera casualidad la que hiciese caer la nave de Kal-L / Superman -nativo de Krypton pero, antes que extraño para él, forma definitiva (“del Mañana”) del Hombre (americano)- sobre el territorio de los EEUU, y no más bien sobre el del III Imperio alemán o el de la Unión Soviética -lo que, en el extremo, hubiese dado lugar a una ficción no menos interesante, pero mucho menos reconfortante para los lectores adolescentes de ACTION COMICS: pues, ¿cómo vencer a la nación antagonista que tiene de su parte al Hombre de Acero?-. (Dicho sea de paso: acerca de la aparición del Dr. Manhattan fuera del papel, facilitada por la milagrosa -en tanto inexplicable por la Física o la Fisiología- recomposición del cuerpo del físico Jon Osterman, todavía nos restaría preguntarnos si, en el fondo, no se trató sólo del antecedente necesario de la broma del Relojero universal que culminó en noviembre de 1985, una broma pesada que estaría contenida entre la primera y la última sonrisa amarilla de las viñetas de Watchmen, y durante la cual será precisamente la desaparición de Manhattan la que haga parecer inevitable la cabalgata final de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis nuclear).


En la misma medida en que defendamos este vínculo superhéroes-crisis del Hombre americano, nos veremos obligados a asumir que “los superhéroes han llegado para quedarse”, pero también tendremos que introducir la siguiente acotación: los superhéroes podían llegar sólo al mundo del Hombre americano, y sólo podrán sobrevivir en ese mundo mientras no se den cambios significativos en su composición ideológica, en los significados morales y religiosos propios sobre los que este Hombre americano concentra sus fuerzas y reanuda su empresa. Comprender esto, dicho sea de paso, no tiene por qué hacernos rasgar nuestras vestiduras. Los superhéroes, hechos de papel, sólo podrían caer -ser olvidados, y no “morir para resucitar“, como se les permite hacer- cuando la interpretación del mundo a la que están vinculados quedase libre de sus debilidades y crisis, esto es: o bien en la descomposición política de los EEUU o bien en la transformación de sus tradiciones religiosas civiles y su “filosofía moral“ cotidiana. Paradójicamente, el Superman “símbolo de la América pop” es incongruente, en tanto ampliación (ficticia) del Hombre (americano) y Hombre Supremo, con el acontecimiento de ese “super-hombre” [“trans-hombre“, dicen algunos] del que tanto hablan los lectores de Nietzsche [nota 1].
Podríamos reformular la tesis a sostener como sigue: Superman no sólo llegó a los EEUU -y no a “la Tierra”, sin concretar- desde una civilización kryptoniana atravesada por una crisis -que no superó-, sino que, además, el Hombre del Mañana aterrizó y sólo podía aterrizar en una nación política que, en 1938, se encontraba atacada, descompuesta y desmoralizada por una crucial crisis interna -paralela a las de las otras naciones industrializadas del momento-, pero que, anabolizada ya por las medidas económicas del New Deal, estaba resuelta a salir de ella, decidida a superarla por medio de la imposición “atlética” y universal de una Paz americana mundial -esto es: exportando como fuere su propia idea de “Concordia de las naciones“. ¿Se dan cuenta de que aquí ya estamos intentando correlacionar tiempos de crisis (en principio, económica, aunque también política y moral) del Hombre americano y tiempos de necesidad de superhéroes? Según nuestra lectura, esta correlación superhéroes-imperialismo (del American Way of life) no estaría dada en el plano de las ideas eternas o al nivel de los arquetipos de la inconsciencia colectiva, sino que se habría configurado en un plano tan terrenal y localizado como el que podría confirmar aquella tesis, propia de la filosofía marxista-leninista, de que los choques de intereses (económicos) entre las naciones capitalistas contemporáneas producirían, en primer lugar, desajustes sociales y crisis productivas dentro de cada una de ellas, para después derivar en choques violentos que tienen que alcanzar la talla de guerras entre imperios, o acaso, la forma de otros conflictos por el “reparto del mundo”: las guerras mundiales, los conflictos de periferia en países descolonizados o asimilados, etcétera, y en definitiva, la destrucción -directa y a gran escala- de un “excedente“ de mano de obra y capitales productivos. Pues si toda nación política moderna, incluida la Democracia atlética de los EEUU, tiende a expandirse y a someter a otros pueblos según su interés, y además tiene medios para hacerlo a escala geográfica realmente global “en un mundo de tamaño finito“, los diversos imperios tendrán que frenarse mutuamente y quedar sometidos a conflictos de intereses -no directamente militares- tan pronto dos de ellos vayan a extenderse sobre la misma parte del mundo conocido: un mundo finito en el que, una y otra vez, se regresa a la preguntas “¿quién está de más? ¿Quién va a hacer hueco para que volvamos a poner en marcha nuestra interpretación del mundo?”.



Puede compararse esta competición entre imperios, en definitiva, a una versión siniestra del juego de la silla: no hay asientos suficientes para todos los jugadores, y cuando acaba la música, no pueden sentarse dos jugadores en el mismo asiento. Este juego incluye, también, el enigma del “nudo gordiano“ que quiso resolver Alejandro para el mundo de la Antigüedad, y que en la ficción de Watchmen intenta despejar un moderno Ozimandias: cómo deshacer el nudo sin que al tirar de uno de los cabos se complique su enredo, o en otros términos, cómo insertar la Armonía (absoluta) en la historia universal, sin que esa intervención pacificadora se convierta en un sometimiento parcial de las otras partes en conflicto -un sometimiento a la Paz del Ozimandias de Moore, o a la Paz del Superman (Rojo) de Millar, pero en todo caso, a la paz impuesta por una tercera parte. Ahora bien: en este juego, quien se quede de pie tras cesar la música no saldrá por su voluntad del escenario, ni tampoco se tendrá que someter al juicio de ningún “árbitro imparcial“ que quede al margen del juego -ese árbitro tendría que ser presentado, acaso, como un Dios providente, un Ser Supremo o una Razón universal, dependiendo de cuán ilustrados nos declaremos- sino que intentará echar a otros y ocupar sus asientos. Por supuesto, cada uno de esos imperios querrá tener a ese Dios [véase IV, 27 y 28] -un Dios que nunca es el mismo para todos- o esa Razón universal de su lado: y si éste no le da señales de haberle señalado por medio de su Providencia como “destino de toda la historia universal”, otras formas de ideología tendrán que salir a escena para que, por medio de nuevos significados, se mantenga y agudice el necesario espejismo de la validez universal de sus “valores” y de la imparcial legitimidad de la defensa de sus intereses. Tan necesarias como las armas que, haciendo saltar en pedazos a sus antagonistas, aportan razones sobre la validez del proyecto universal del Hombre (americano, en este caso), son los significados morales y éticos que incorporan las biografías de los hombres concretos a la reposición de dicho proyecto: y esos significados son justamente los que, de un modo ambiguo y precario, llegan a rescatar -en la parte que les toca- las ficciones de superhéroes en 1938, en un momento en el que el hombre medio del Sueño Americano, irresuelto acerca de la toma de una figura ética de resistencia ante el desplome parcial del proyecto político en que se halla embarcado, acepta un nuevo género de discurso metafísico: el género superheroico, que según nuestra lectura, sólo es posible como extensión de la ambigua constitución de las tradiciones morales y religiosas de los estadounidenses, siempre expuestos al cruce entre el protestantismo dominante y la proclamación de la “religión natural“ de los deístas ilustrados que inspiraron a sus “padres fundadores“: “IN GOD WE TRUST” [ya veremos esto]. Será ya tras la “muerte de Dios”, en el periodo de entreguerras, cuando, en el caso de la primera república moderna, la intervención de la mano del Dios (americano) que puede y debe asegurar la Justicia en el curso de los hechos, quedará suplida y suplantada (ficticiamente) por las figuras superheroicas que aparecen dibujadas sobre el papel de los cómics. Si el replanteamiento de las ficciones superheroicas y su recuperación tuvo que cobrar, en el extremo y a plena máquina, la forma de una Crisis en Tierras infinitas (al otro lado del papel), en nuestro mundo -esto es: “fuera” del mundo fingido por el trampantojo de papel- lo único que podemos encontrar efectivamente son Infinitas crisis (del Hombre americano) en una Tierra finita. [nota 2]

Superhéroes y crisis (...). (II)

[Dos generaciones de superhéroes en los cómics de EEUU, dos generaciones de enmascarados en Watchmen, y dos crisis económicas que podrían ser la fuente de su fuerza retórica.]


Y haciendo una exposición sumaria -e interesada- de la historia de los cómics de superhéroes, no podríamos dejar de notar que, por alguna razón, la aparición y la recuperación del ascendente de sus figuras sobre el público norteamericano ha estado vinculada a la vuelta de los tiempos de guerra, o más bien, en directa dependencia de las condiciones sociológicas y económicas sobre las que se han ido preparando dos de las grandes intervenciones bélicas de los EEUU en el siglo XX -e incluso, como veremos después, en los primeros años del siglo XXI. Poco antes de la II Guerra Mundial, durante la segunda fase del New Deal -en 1938- "se inventaron los superhéroes", al comenzarse a imprimir las historietas de Superman y Batman; ya durante la confrontación y poco antes de la entrada de la entrada de los EEUU en el conflicto, el Capitán América (1941) del escritor Joe Simon colocaba un sobrehumano gancho de derecha al Führer (en la portada de su primera historieta), para cumplir su debida obra sobre la moral de la ¿futura? retaguardia. La historiografía del género considera que, desde los años que siguieron a la conclusión de la II Guerra Mundial hasta comienzos de los 60, se produce una primera interrupción de la comunicación entre el espectáculo superheroico y el auditorio general, un invierno de los superhéroes durante el cual sólo se mantienen los personajes principales de los escritores de DC. En principio, podría haberse dicho que “la moda de los superhéroes había pasado, y su llama se había apagado”; pero las ficciones de superhéroes, a partir de sus rescoldos más duraderos, volverían a recuperar su lugar ante los ojos del Hombre americano después de más de una década, confirmándose como un fenómeno bien arraigado en el ambiente ideológico y sociológico propio de los EEUU que conocemos. Más de dos décadas después de que se editasen las primeras historietas de Superman, en los meses en los que ya se planificaba la estrategia de los primeros bombardeos de la aviación norteamericana sobre Vietnam del Norte (1962), el género de superhéroes pasaba por su segunda primavera, con la aparición de los nuevos personajes Marvel: entonces el guionista Stan Lee y el dibujante Jack Kirby se sacaron de la chistera, con gran éxito de público, a Spiderman, los 4 Fantásticos (1961), Hulk y los X-Men (1963). Las dos "oleadas" de enmascarados que intervienen en Watchmen siguen la misma cadencia -en su propia cronología, por supuesto- que las apariciones de las dos constelaciones de superhéroes americanos que hasta ahora hemos conocido. Entre esos dos brotes de la ficción superheroica se confirma un silencio que separa la Edad de Oro de los superhéroes de la Edad de Plata; pero ya en los 80, en la fase final de la Guerra Fría y ante los signos del colapso y “apertura” de la URSS, comienza la etapa llamada “de revisión” u “Edad oscura“, en la que se intenta revigorizar la planta del discurso superheroico, reubicando al Hombre americano en un mundo en el que la realidad de su principal opositor, la Unión Soviética, se está ya difuminando -junto a una parte de su propia realidad retórica como “vigilante de la libertad“, claro. A esta “Edad oscura“ de los superhéroes no sólo pertenece la “gris distopía” de Watchmen, sino la reclamación y renovación de los superhéroes clásicos de DC en Crisis en Tierras infinitas y Legends. ¿Qué colegimos de todo ello? ¿Qué tienen en común la llegada de los enmascarados a la América ficticia de Watchmen y la llegada de los superhéroes (en papel) a la América histórica?
A pesar de la llegada del Dr. Manhattan y la aparición de los “payasos enmascarados“, nuestra historia contemporánea y la compuesta como "fondo" para el mundo ficticio de Watchmen no son esencialmente diferentes: en ambas puede seguir teniendo lugar la "destrucción mutua asegurada" [véase el apéndice del cap. IV], y por tanto, no se ha producido un triunfo político total de los EEUU sobre la URSS u otras naciones contemporáneas de primera línea en 1985. Ignorando estas divergencias, encontramos que el guión de Moore mantiene la sincronía entre la subida y bajada de las figuras superheroicas en nuestro mundo contemporáneo y la llegada de ambas generaciones de enmascarados en ese mundo ficticio. A finales de los 30 y a comienzos de los 60 será cuando en la Norteamérica ficticia de Watchmen se den las condiciones para que salgan a escena los "payasos enmascarados"; sincrónicamente, en la Norteamérica histórica aparecen -siempre dentro de sus calidoscopios de papel, claro está- las dos grandes generaciones de superhéroes, invitadas a ello por el momento histórico. En ambos casos se confirmará a posteriori la cercanía de la guerra. Insistimos en preguntar al Sr. Moore: ¿cómo es esto posible, más allá de la mera coincidencia casual?
Teniendo presente el hecho de que la Guerra de Corea, librada por los EEUU a comienzos de los 50, no estuviese acompañada por ningún repunte de la popularidad de los cómics de superhéroes, tendremos que modificar sustancialmente nuestra tesis inicial. No podemos afirmar, por tanto, que la popularidad del género de superhéroes sea modulada sin más por la excitación en el hombre medio norteamericano de una especie de "sexto sentido histórico", un "prurito de la inminencia de la guerra" que, atacado por la incertidumbre, le haga apetecer de algún tipo de ficciones de compensación. Antes de hablar de este "sexto sentido adivinatorio" como causa de la correlación entre tiempos llenos de superhéroes (fingidos) y tiempos de guerra, postularemos una dependencia esencial entre la fuerza retórica del género superheroico sobre el público -que quizás en los EEUU del New Deal estaba ya "listo" para quedar fascinado por los superhéroes, antes que por otras figuras ficticias- y la aglomeración de desajustes "sociales", morales y económicos en el cuerpo de esa misma Nación política americana, desajustes o "injusticias" -presentes y no “venideros”- bajo cuya presión desmoralizadora se forma, precisamente, un público permeable a esas ficciones superheroicas. Si seguimos la doctrina del Materialismo histórico antes citada, diremos que es justamente esa aglomeración de contradicciones internas la que, en el extremo, empuja a una nación a la guerra con otras, al objeto de "desalojar" sus conflictos internos por la vía de la expansión violenta sobre terceros -no principalmente por el efecto "psicológico" de distensión que esto pueda tener, ojo. Digamos que el espectáculo del género de superhéroes, montado como una suerte de circo plano de acceso diario, alcanza todo su calado sobre el público sólo bajo esas condiciones de "colapso nacional interno", que están a su vez vinculadas con la llegada de los conflictos internacionales -por lo general, conflictos directos o indirectos entre las naciones más poderosas, entre las que la competencia de intereses es más feroz- a su punto de saturación. Son estas condiciones de "colapso", inducidas también desde fuera de sus fronteras, las que configuran el entorno en que, por razones que no llegan a mostrarse como tales, el "mal" y la "injusticia" brotan y proliferan como las cabezas de la Hidra dentro de las fronteras de la misma Nación norteamericana, siendo recibidas como signos desastrosos de la caída de la nación y la desmoralización de la ciudadanía: “desempleo“, “pobreza“, "crimen", "problemas raciales", "rebeldía juvenil", "amoralidad", "marginación", “alcoholismo”, etcétera.


El mapa de los EEUU y sus “males” confeccionado por el Capitán Metrópolis para la primera -y malograda- reunión de los Justicieros recoge, aproximadamente, la misma relación de síntomas de desmoronamiento; tomando ese mapa como elemento de una ¿actuación?, el Comediante consigue “abrir los ojos“ a Ozimandias sobre su “verdadera tarea (heroica)” [II, 11]. Estos últimos desajustes del “Sueño Americano“, que no deben ser reducidos a sus desencadenantes económicos -ni aislados de ellos-, son justamente los que en su crecimiento preparan el terreno a la retórica de la ficción superheroica -aunque, como explicaremos, sólo si se dan junto a otros fenómenos históricos e ideológicos propios, por lo general, del American way of life-; pero dado que como desajustes internos responden, a su vez, a una agudización de las diferencias económicas, la penuria, el crimen y la desconfianza, se convierten, como "signos desastrosos", en anuncio de la inmediata forma de superación de estos últimos fenómenos económicos de crisis: la conquista de nuevos recursos, mercados y ventajas económicas a despecho de otras naciones por la vía de la guerra. Y si, para redondear esto, presentamos datos historiográficos concretos, entonces será más fácil comprender por qué durante los primeros años cincuenta, de relativa bonanza económica en los EEUU -”los años de la opulencia“ y los electrodomésticos, pero también del nacimiento de la “rebeldía juvenil“ y el rock- no encontramos, a pesar de la escalada de la Guerra Fría, una nueva generación de superhéroes: sencillamente, porque el cuerpo de la “Democracia atlética” no estaba castigado por la miseria y la desmoralización, y porque su ciudadanía no estaba sometida a la “prueba moral a pie de calle” que sí la atosiga, provocándola mediante la penuria, el crimen y desconfianza, en los tiempos en que llegan al rescate los (cómics de) superhéroes, precisamente como expresión y refuerzo de una necesidad de “soluciones enérgicas a la crisis“ e “intervenciones milagrosas“ que reconstituyan el tejido político-moral en descomposición. Y, para no jugar más al escondite con ustedes, vamos a decirles ya a las claras lo que teníamos que decir: que el antecedente histórico común de las dos grandes generaciones de ficciones superheroicas, la de los últimos 30 y la de los primeros 60, ha sido la caída de los EEUU en dos momentos de crisis política y moral -de raíz económica- muy aguda, crisis de la que, no obstante, ya se estaba reponiendo en el momento en que llegaban los superhéroes, mediante una “maniobra atlética” que, por su misma lógica, acabaría impulsando a los EEUU hacia la defensa bélica de sus intereses en expansión allí donde pudiesen ser extendidos. Vemos, entonces, que la aparición de las ficciones superheroicas en 1938 coincidió con el desarrollo de las últimas medidas frente a los efectos del “Crack” del 29 y se produjo poco antes de la invasión alemana de Polonia -contra la cual, según estamos diciendo, el mismo desarrollo histórico de las naciones contemporáneas acabaría obligando a los EEUU a intervenir, pese a su (interesada) neutralidad inicial-; vemos, también, que será sólo tras los últimos años negros de la década de los 50 -en los que el número de desempleados alcanzó los 5 millones en EEUU, algo que no había ocurrido desde antes de la II Guerra Mundial- y el primer triunfo de los comunistas en el sudeste asiático cuando se “volverá a despertar, en medio de las dificultades (ya parcialmente superadas), el espíritu superheroico”, transformando la necesidad en virtud (sobre el papel) al objeto de señalar el camino por el que se atisbaba ya la salida del negro pasaje de la decadencia: la recuperación “atlética“ de la Justicia (americana) dentro y fuera de sus fronteras -porque sólo si se “exporta” Justicia, se puede seguir cosechando Justicia.
Durante estas dos “edades”, la de Oro y la de Plata, se han asentado los superhéroes como “fenómenos propiamente americanos”. Es más: en esas dos “edades“ se ha generado la gran parte de los personajes y decorados superheroicos sobre los que todavía hoy sigue recreándose el género -que, dejando de lado a los singulares (y sobrenaturales) Spawn y Hellboy, apenas ha dado un paso en otra dirección, como si ya hubiese tocado fondo-; y también en esos dos períodos, merced al resultado de la II Guerra Mundial, se ha transformado el género de superhéroes en una “invención (pop) exportable a nivel mundial“, que será recibida por otras “interpretaciones del mundo” y finalmente devuelta a sus inventores. Los editores, autores y lectores de cómic de los EEUU de los últimos 80, en medio de una recesión económica mucho menos grave -más localizada- que la que alimentó las primeras fantasías superheroicas y ante la entrada de la Guerra Fría en su fase final -que, en parte, supondrá una reubicación del Hombre americano y su Superman frente al mundo- pueden presumir de haber revisado y recapitulado el conjunto del género y haber vuelto a sus raíces pulp, produciendo auténticas tramas novelescas -de mayor “exploración psicológica“- y una renovación plástica notable; pero -creemos- no tuvieron tiempo de asumir hasta el fondo los argumentos sobre el sentido de la ficción superheroica que nuestros dos ingleses les estaban devolviendo al escribir Watchmen. ¿Y quién podría asumirlos, todavía hoy, cuando una nueva crisis económica mundial que será al menos tan aguda como la de 1929 no ha hecho sino devolvernos a la incertidumbre inicial y a colocarnos bajo los “signos del desastre“?


“En esta undécima hora, con el mundo al borde del Apocalipsis Rojo, es vital que nosotros, como nación, nos reunamos en torno a los símbolos más cercanos al gran corazón palpitante, cálido y de colores rojo, blanco y azul, que representa a los Estados Unidos. [Los enmascarados] son nuestra esperanza y nuestra inspiración, las leyendas que dan fuerza a nuestro pueblo para avanzar en tiempos de crisis.”
Hector Godfrey, portada del NEW FRONTIERSMAN del jueves 31 de Octubre de 1985 [apéndice de VIII].

Superhéroes y crisis (...). (III)


[Adrian Veidt nos daría la razón: superhéroes y crisis del Hombre americano van de la mano, de tal manera que acabar con las guerras (de Estados Unidos) sería acabar con el “heroísmo evidente“. Sin embargo, su resolución “utópica“ del enigma del nudo gordiano es tan quimérica y tan ficticia como ha de serlo la misma ficción superheroica, y no resistirá la exposición a las condiciones de la existencia.]


En definitiva: estamos afirmando que en nuestro presente histórico, en Norteamérica y en el contexto de "influencia cultural" de los EEUU, el auge de las ficciones de superhéroes -ahora en diversos formatos y medios, aunque especialmente en el de las historietas ilustradas y el cine- viene de la mano con los desajustes propios de tiempos pre-bélicos. Como veremos, es este mismo "diagnóstico" sobre las causas últimas de los "males de los hombres" el que parece estar -aunque sólo de modo confuso- al fondo de los planes de Adrian Veidt para la pacificación total del mundo contemporáneo y el abandono del interregno de las figuras superheroicas. En su mundo pacificado, el "heroísmo evidente" de los superhéroes o los enmascarados sería innecesario [XII, 17] -y esto es justamente lo que estamos intentando decir nosotros, aplicándolo al "heroísmo relatado" de los cómics de superhéroes. Ahora bien: los males que él achaca retóricamente a la "oscuridad de los corazones de los hombres" [XII, 17] son enfrentados por él mismo no por la vía de la "domesticación paciente" de esa oscuridad, sino por la intervención violenta en la marcha de la historia universal misma, o mejor dicho, por la simulación mortal y encubierta de un "choque destructivo" entre un enemigo extraterrestre y su propia nación; además, esa intervención apunta, pese a su retórica, a las guerras entre naciones históricas como raíz última de todos los "males" y las "injusticias", y no hacia una supuesta "violencia atávica" inscrita en la condición humana, inveterada en su "corazón" como un impulso tanático primordial. Hasta ahí, podemos reconocer cierta adecuación del plan de Veidt al logro de esa "unidad política pacífica del Orbe bajo el moderno Ozimandias" que éste persigue: situando ante las naciones políticas enfrentadas a un enemigo común -aunque fuese fingido-, podría instalar entre ellas, por la fuerza de la necesidad, una cierta concordia política -no exenta de problemas, que comenzarían con el tiempo a recordar a los que ahora se dan "dentro de las fronteras de una nación".


Ahora bien: "el hombre más listo del mundo" no ha caído en la cuenta de que esa paz sólo podría mantenerse e irse dotando de contenidos reales por la conquista y destrucción bajo la misma bandera de las fuerzas y territorios de ese "enemigo común". El nuevo y fingido "enemigo de toda la Tierra (unificada)" no sólo tendría que irse presentando una y otra vez -y sin fin- en la marcha de los asuntos de la Tierra, atacando ciudades aquí y allá sin considerar las actuales fronteras entre naciones políticas; también la mano del que lo mueve secretamente "desde las máquinas del teatro" tendría que procurar, del mismo modo, que la conquista de sus territorios y sus fuerzas ofreciese a esa Humanidad solidaria los elementos materiales necesarios para la continuación indefinida de su expansión por el cosmos a costa de esos (fingidos) terceros, o al menos para la perpetuación de su resistencia sobre el planeta. Dado que el plan de Ozimandias no prevé ni lo uno ni lo otro, sino que confía en la liberación definitiva de esa mítica "fuerza luminosa del hombre" que debe contraponerse a la igualmente mítica "oscuridad de su corazón", su efecto inmediato estará perdiendo ímpetu y estrellándose contra el suelo tan pronto los hombres bajen de nuevo su mirada a los asuntos y a los conflictos terrestres que, tras la aparición única del enemigo de la Tierra (unificada) y pese a ella, siguen acuciándolos y enfrentándolos en la marcha histórica. Nos atrevemos a vaticinar que, aun sin darse la reaparición cómica del diario de Rorschach al final de la historia y por más enterrado que hubiese quedado el secreto de Veidt, la Paz perpetua de Ozimandias se habría convertido en humo tan pronto volviesen a encontrarse los hombres situados en la realidad de sus problemas históricos.

Superhéroes y crisis (...). NOTAS.


(1) No sólo son fuerzas externas, como la que podrían ejercer económica, ideológica y militarmente sobre la América contemporánea otros imperios, las que podrían enrarecer la atmósfera en que alcanzan a mantenerse el significado y la frescura del espectáculo superheroico. Por razones que no podemos exponer aquí, consideramos que la asimilación de los inmigrantes latinoamericanos por los EEUU podría resultar, mientras éstos no renieguen de sus orígenes latinoamericanos y sus tradiciones, en una transformación significativa del tejido ideológico y moral anglosajón que atraviesa y concierta la sociedad civil norteamericana; si, en efecto, esos latinoamericanos y sus costumbres lograsen imponerse políticamente como tales en lugar de ser digeridos como “anglosajones de segunda“ o lumpen urbano -como ya lo fueron en su momento algunos europeos-, los fundamentos sociológicos y morales (anglosajones) del sentido de las ficciones de superhéroes podrían quedar desplazados, o incluso disueltos. Expresándonos por la vía negativa: no es posible que una sociedad civil de tradición moral católica -ni siquiera cuando se haya ajustado al mundo desdivinizado- pueda tragarse en bruto y reproducir, sin haber sido previamente debilitada y desmoralizada, las ficciones de superhéroes. De hecho, y aunque recientemente en Kuwait haya aparecido el grupo de superhéroes “Los 99 [nombres de Alá]“, quizás sólo sea bajo la sombra que el Hombre americano proyecta en buena parte del mundo donde los superhéroes puedan proliferar como los hongos sobre la corrupción -aunque quizás no, por cierto, sin que ciertos componentes morales y teológicos de determinados monoteísmos les ofrezcan una adecuada capa de humus. La producción y el mantenimiento de las ficciones de superhéroes no son, defendemos, injertables sin más en la vida de una moderna nación de tradición católica -lo cual no quiere decir que estas ficciones no puedan ser abarcadas por ella, aunque sólo sea para alumbrar un Superlópez-; y no obstante, los países latinos se han mostrado siempre dispuestos a hacer suyas las formas expresivas del cómic para componer sus propias historietas de humor, más cercanas que las ficciones superheroicas a su modo de “instalarse en el mundo“ -¿quién imagina las aventuras de La familia Burrón (México) o La familia Ulises (España) en el mismo multiverso en el que actúa Superman?- . Las ficciones superheroicas requieren, como justificaremos, de ciertas contradicciones propias de una religiosidad protestante en crisis como ambiente original; representan un fenómeno propiamente americano y contemporáneo en la medida en que, para generarse, necesitaron un cruce de elementos inicialmente ambiguo e indeciso que, como la polémica entre la defensa fundamentalista norteamericana de las Sagradas Escrituras y el agnosticismo anglosajón, sólo podía darse al amparo de la “libertad de conciencia religiosa” de la primera república moderna y el deísmo de Thomas Paine, que tanto inspiró la empresa de George Washington, Benjamin Franklin y Thomas Jefferson; el deísmo que tanto horrorizó al poeta e ilustrador inglés Willian Blake -el visionario de la “terrible simetría“-, con el que Alan Moore, tras zafarse del nudo que ata todo el género de superhéroes bajo el poder del “Dios de los deístas“, habría tenido que reunirse en sus obras más recientes.

(2) Todas las “Tierras infinitas” o “mundos alternativos“ del género superheroico -incluso la Tierra del Superman Rojo de Millar- son necesariamente reflejo de la parte del mundo que se ve alrededor del Hombre americano: todas esas “Tierras infinitas” son, por superheroicas, igualmente americanas, porque en el mundo en el que el Materialismo dialéctico soviético fuese, como pretendía su escuela, “la filosofía verdadera (científica) y universal“ -la que se enseñaba en las universidades soviéticas- , no habría lugar para las “potencias milagrosas“: ni las de un Dios ni las que ostentan los superhéroes. Pero a la hora de regresar desde el espacio fingido que ofrecen, como un trampantojo, las ficciones de superhéroes, hasta el punto de vista de quien puede fingir que en ese trampantojo se da una ampliación efectiva de su mundo, todas esas ficciones resultan igualmente indicadoras de la dirección que hemos de seguir: más indicadoras por lo que nunca tienen que decir que por lo que dicen. Por eso defendemos la necesidad de examinar a fondo la diferencia entre el trampantojo del espectáculo superheroico y el mundo contemporáneo que se recrea en él, leyendo Watchmen -una obra escrita de manera casi sincrónica a la Crisis en Tierras infinitas que refundió todos los “mundos ficticios“ de los superhéroes de DC- con el propósito de hallar un hilo que nos permita sondear el fondo de las ficciones de superhéroes, aquel “punto de vista presupuesto en el espectador” ante el que es capaz de desplegar su significado y su fuerza retórica. Porque -y aquí la apuesta que hacemos- nuestra lectura de Watchmen insiste en encontrar dentro de su ficción la suspensión del sentido del conjunto de las ficciones superheroicas: Moore y Gibbons habrían dispuesto en esta obra, según nosotros, aquel trampantojo que intenta hacerse cargo, por la selección de sus mismos contenidos ficticios, de la relación entre, por un lado, aquellas otras ficciones (superheroicas) que la anteceden, y por otro lado, el mundo no-fingido desde el que los espectadores llegan a la representación para encontrar en ella justo aquello de lo que carecen, o más bien, aquello que, al tomar la ficción como medida del resto del mundo, se echa en falta fuera de ella.

martes, 6 de enero de 2009

Un viaje psicodélico por los tentáculos del "calamar"


[La huida de Moore hacia los mitos precristianos y la magia es un intento de apearse de los tiempos (modernos). Cómo esto tiene que ver con su posicionamiento frente al género de superhéroes y qué pinta Lovecraft en todo ello.]

Me temo que tendremos que jugar, de nuevo, a ir reuniendo los pedazos de los papeles rotos de Moore. Un pasaje de una obra más reciente de éste, en la que también se pintan escenas de una invasión alienígena -que ya no será fingida por ningún Ozimandias, sino tan efectiva como la descrita por H. G. Wells en La guerra de los mundos-, describe una situación que permite retomar esa pregunta (“¿quién vigila los cielos?” [XII, 31]); por eso mismo, nos ofrece una importante clave sobre la dirección de la misma cuestión en Watchmen -incluso cuando ésta se formule como un “¿quién vigila a los vigilantes?”. Nosotros entenderemos -y lo justificaremos posteriormente- que esta cuestión incide sobre la relación entre una esperada autoridad “más allá”, Juez irrecusable y Ajusticiador infalible de todos los hombres, y el Hombre mismo que hace la pregunta; el hombre que vive comprendiéndose como “centro de la Creación” del que dicho Juez, de existir, tendría que hacerse cargo como último sostén de su vida mortal (e inmortal, si la hubiese) y garante de su felicidad -o lo que es igual para algunos: como fundamento del sentido de su existencia mortal, o más bien, de lo que éste Hombre se permite tomar como “sentido“. En The League of Extraordinary Gentlemen (vol. II, nº 2) una pregunta disfrazada de Wilhelmina Murray en 1896 nos sitúa, de nuevo, en la línea del problema que nosotros consideramos motivo de la pregunta fundamental de Watchmen: después de haber comprobado que los marcianos han llegado a la Tierra como invasores y no como refugiados, aturdida por la crueldad del primer ataque de las máquinas de los implacables extraterrestres, Mina levanta su vista al firmamento nocturno de la campiña inglesa y comparte con Allan Quatermain este monólogo: “Estaba mirando al cielo. Me he dado cuenta de que... Bueno, después de esto ya no será igual. No podrá serlo. Siempre lo consideré algo que protegía a la humanidad, pero ahora me da miedo, Mr. Quatermain. Me da miedo”. Nuestro estimado Sr. Moore permite a continuación que Allan Quatermain se tome la libertad de relacionar la situación con un sueño que le sobrevino durante uno de sus trances de opiómano, sin duda el “viaje astral” que se describe en el apéndice al vol. I de La Liga..., durante el que contactó con la proyección onírica del escritor H. P. Lovecraft: el estudiante erudito de lo oculto Randolph Carter, uno de los pocos viajeros que regresaron del país del Sueño Profundo habiendo visto el rostro de los dioses -véase para esto la recopilación de relatos editada por Alianza Editorial Ciclo onírico de Randolph Carter. En definitiva, nos encontramos con una nueva voz sonando en la viñeta: desde la Nueva York ficticia de los vigilantes enmascarados de 1985 hemos sido trasladados por un “agujero de conejo” a la campiña de los alrededores de un Londres de finales del XIX, orgullo de un Imperio británico que recurre a los “hombres extraordinarios” para su mantenimiento. Y sin embargo, pese a las diferencias, ambas situaciones vuelven a tener de fondo la aparición de un mismo problema, que se hace insoslayable por la aparición de un ser cuya mera presencia -fraudulenta o no- invierte la (auto)comprensión del hombre occidental (inglés o norteamericano) como Hombre, esto es, como único usufructuario de una existencia que es “Creación“ de un Dios. ¿No estará Moore trazando con esto una genealogía moral común para el género de superhéroes y el tipo de aventureros que presentaba la novela de entretenimiento del último XIX y los comienzos del XX? ¿No estará viniendo a decir que, pese a la distancia cronológica, en realidad los superhéroes no son sino una versión cualitativamente más “comprometida con el disimulo (interesado) de la muerte de Dios“ -y por tanto, menos creíble- de los héroes de aquellas novelas? Esta genealogía común supone, además, una tesis sobre el conjunto del género de superhéroes: como espectáculo de entretenimiento, éste ofrecería una versión hiperbólica, desvirtuada y plenamente encajada en la “esencia del siglo XX” de los rasgos mitopoiecos que aquella novela todavía podía presentar con cierta autenticidad -la novela que es ahora añorada y catalogada como “novela de fantasía clásica“, repasada por el apéndice de Moore al vol. II de La liga (...). Asimismo, el género de superhéroes habría optado por proseguir la línea trazada por aquella novela de aventuras -y después recogida en el ambiente de los “pulp“- sólo para imprimir sobre ella uno de los sellos contemporáneos más funestos: el del panorama desdivinizado y carente de encanto de la plena Modernidad, que no sólo le resulta insípido y fantasmal al médico/druida Dr. Gull [véase From Hell, X, pp. 20 a 22] sino que obliga al cuerpo humano a refugiar todo el significado mítico de sus entrañas en una “tierra inaccedida de la memoria pasiva”, que primero está abarcada en la tiniebla preconsciente de la matriz femenina [véase El amnios natal] y que después, en la vida adulta, se convierte en el tiempo imaginario del Arthur Machen que rompe con el tiempo cronológico tras la muerte de su esposa, siendo convocado por una ciudad mítica, en la que se nos cura de la ficción de la vida eterna prometida por el monoteísmo cristiano (anglicano) [véase Serpientes y escaleras]. Esto es, como digo, lo que logro inteligir del posicionamiento de Moore ante el género de superhéroes a partir de la superposición de esas viñetas. Me atrevería a decir que ajustar cuentas con el género de superhéroes era sólo, a tenor de la evolución de la interpretación de Moore sobre el significado de dicho género -interpretación que nosotros compartimos en buena parte, y que intentamos entresacar con la máxima neutralidad posible, que es casi nula- sólo la primera parte de un ajuste de cuentas más amplio: el ajuste de cuentas con el desdivinizado mundo contemporáneo y el monoteísmo judeo-cristiano que, por medio de la Metafísica moderna, lo puso en el camino de esa desdivinización, de esa “pérdida de los mitos“. De aquí que Alan Moore haya combinado su carrera como “guionista atípico” en el género de superhéroes con la construcción de una alternativa neo-pagana que intentaría abrir en el mundo de la Modernidad plena los significados “mágicos” de los mitos anteriores a la palidez del cristianismo anglicano -seguramente, la religión cuyo credo más cerca ha tenido, en la que sólo podría hallarse un sucedáneo de la auténtica vena mitológica del ser humano.



Y, por supuesto, con esto acabamos de enredarnos en una nueva filigrana. Lo que estábamos diciendo era que, desde el “¿quién vigila a los vigilantes?”, el argumento de Watchmen nos había llevado a un “¿quién vigila los cielos?”, que en su propio significado nos empuja mágicamente, “burlando el tiempo”, a una viñeta del vol. II de La liga (...) en la que Mina caía en la cuenta de que el cielo nocturno del Londres modernista comienza a recubrirse de una cualidad ominosa, anunciando la llegada de “horrores innombrables surgidos de abismos insondables de ignominia cósmica”, horrores contemplados ya -durante un “viaje psicodélico”- por Allan Quatermain junto a Randolph Carter -esto es, el propio Lovecraft, uno de los grandes escritores formados en las primeras revistas “pulp”. Resulta entonces que, tropezándonos con un texto en una pared de la Nueva York de Watchmen, hemos caído por un tobogán en Providence, cerca de las costas de Nueva Inglaterra, sin necesidad de salir de Northampton -o de Madrid, en mi caso. En las páginas de The Courtyard el lector encontrará otro viaje sin postas entre Nueva York y el “terrible mundo de los dioses que espera tras el velo de la comprensión judeo-cristiana (anglosajona) del cosmos“, viajecito que en todo caso, comporta el mismo desplazamiento que el paso de las premisas del “¿quién vigila a los vigilantes?” a las del mencionado “¿quién vigila los cielos?”.
Con lo que finalmente hemos topado en las últimas páginas de Watchmen, a partir de la mutación del problema inicial “¿quién vigila a los vigilantes?”, es una puerta secreta entre el género de superhéroes y lo que vamos a llamar la Crisis modernista del mundo occidental en el paso del siglo XIX al XX, un fenómeno que, siguiendo a Nietzsche, nosotros vamos a presentar a partir de lo que él llamaría “culminación del nihilismo tras la muerte de Dios”: la aparición del mundo desdivinizado tras la caída de los ídolos. Asistimos así a la reunión de Alan Moore y Lovecraft en un punto intermedio, cuya primera coordenada está marcada por ese “¿quién vigila los cielos?” al final de Watchmen. En ese punto intermedio, se abre una brecha en el significado metafísico (moral, escatológico) que la comprensión religiosa (occidental) del cosmos había mantenido a duras penas para el mundo moderno, desentendiéndose progresivamente de la autoridad de la Iglesia católica. La religión anglicana y la religión de los puritanos acaban apareciendo como vías muertas que abocan al abismo del sinsentido, por lo que tienen que ser sustituidas por “alternativas”: las mitologías de Lovecraft, Arthur Machen y, en su momento, la del propio Moore. En la Crisis modernista, el arte pudo elevarse a la categoría de religión, como “fuente de sentido”, creación del velo de significados que debe cubrir, con el generoso fruto de la imaginación, el rostro terrible de la existencia. Durante esa crisis decimonónica, las viejas religiones de los imperios occidentales (especialmente los anglosajones) se habrían desvelado como una ficción más: una ficción incapaz de ofrecer el sobrante de sentido que las nuevas mitologías de entretenimiento sí eran capaces de ofrecer a sus lectores y que, aun más, inoculaba a sus creyentes el germen de un sufrimiento sobre su propia condición corpórea; por tanto, una ficción que tenía que ser abandonada. En el fin de la comprensión antropomórfica del cosmos como Creación entregada al Hombre, cuando la amenaza de terrores procedentes de los cielos pone en evidencia, ente el mundo moderno, la gratuidad de toda esperanza en el Dios del Hombre, el conjunto de la existencia comienza a mostrar el aspecto ominoso que la obra de Lovecraft tan directamente enfrenta -y que a su modo, nos quiere enseñar a superar-: la visión del rostro de los dioses que enloquece a los que no saben sortear los peligros del Sueño Profundo. Y ese rostro, decíamos, es justo el que Moore, primero a través de las palabras de Mina, antes a través de una pintada en la que se lee “¿quién vigila los cielos?“ tras la aparente solución de Ozimandias al problema fundamental del mundo contemporáneo, comienza a entrever detrás de la ficción de los disfraces de los superhéroes. De esa manera, los disfraces de superhéroes aparecen como prolongación de la misma vía muerta de la religión de estirpe judeo-cristiana (la anglicana, en su caso) que había conducido finalmente a ese “miedo ante los cielos que anuncian una existencia ajena a las esperanzas del Hombre“. Pero, vean ustedes, esto es ya parte de otro libro: el que esperamos dedicar a la lectura de los escritos de H. P. Lovecraft.