[La huida de Moore hacia los mitos precristianos y la magia es un intento de apearse de los tiempos (modernos). Cómo esto tiene que ver con su posicionamiento frente al género de superhéroes y qué pinta Lovecraft en todo ello.]
Me temo que tendremos que jugar, de nuevo, a ir reuniendo los pedazos de los papeles rotos de Moore. Un pasaje de una obra más reciente de éste, en la que también se pintan escenas de una invasión alienígena -que ya no será fingida por ningún Ozimandias, sino tan efectiva como la descrita por H. G. Wells en La guerra de los mundos-, describe una situación que permite retomar esa pregunta (“¿quién vigila los cielos?” [XII, 31]); por eso mismo, nos ofrece una importante clave sobre la dirección de la misma cuestión en Watchmen -incluso cuando ésta se formule como un “¿quién vigila a los vigilantes?”. Nosotros entenderemos -y lo justificaremos posteriormente- que esta cuestión incide sobre la relación entre una esperada autoridad “más allá”, Juez irrecusable y Ajusticiador infalible de todos los hombres, y el Hombre mismo que hace la pregunta; el hombre que vive comprendiéndose como “centro de la Creación” del que dicho Juez, de existir, tendría que hacerse cargo como último sostén de su vida mortal (e inmortal, si la hubiese) y garante de su felicidad -o lo que es igual para algunos: como fundamento del sentido de su existencia mortal, o más bien, de lo que éste Hombre se permite tomar como “sentido“. En The League of Extraordinary Gentlemen (vol. II, nº 2) una pregunta disfrazada de Wilhelmina Murray en 1896 nos sitúa, de nuevo, en la línea del problema que nosotros consideramos motivo de la pregunta fundamental de Watchmen: después de haber comprobado que los marcianos han llegado a la Tierra como invasores y no como refugiados, aturdida por la crueldad del primer ataque de las máquinas de los implacables extraterrestres, Mina levanta su vista al firmamento nocturno de la campiña inglesa y comparte con Allan Quatermain este monólogo: “Estaba mirando al cielo. Me he dado cuenta de que... Bueno, después de esto ya no será igual. No podrá serlo. Siempre lo consideré algo que protegía a la humanidad, pero ahora me da miedo, Mr. Quatermain. Me da miedo”. Nuestro estimado Sr. Moore permite a continuación que Allan Quatermain se tome la libertad de relacionar la situación con un sueño que le sobrevino durante uno de sus trances de opiómano, sin duda el “viaje astral” que se describe en el apéndice al vol. I de La Liga..., durante el que contactó con la proyección onírica del escritor H. P. Lovecraft: el estudiante erudito de lo oculto Randolph Carter, uno de los pocos viajeros que regresaron del país del Sueño Profundo habiendo visto el rostro de los dioses -véase para esto la recopilación de relatos editada por Alianza Editorial Ciclo onírico de Randolph Carter. En definitiva, nos encontramos con una nueva voz sonando en la viñeta: desde la Nueva York ficticia de los vigilantes enmascarados de 1985 hemos sido trasladados por un “agujero de conejo” a la campiña de los alrededores de un Londres de finales del XIX, orgullo de un Imperio británico que recurre a los “hombres extraordinarios” para su mantenimiento. Y sin embargo, pese a las diferencias, ambas situaciones vuelven a tener de fondo la aparición de un mismo problema, que se hace insoslayable por la aparición de un ser cuya mera presencia -fraudulenta o no- invierte la (auto)comprensión del hombre occidental (inglés o norteamericano) como Hombre, esto es, como único usufructuario de una existencia que es “Creación“ de un Dios. ¿No estará Moore trazando con esto una genealogía moral común para el género de superhéroes y el tipo de aventureros que presentaba la novela de entretenimiento del último XIX y los comienzos del XX? ¿No estará viniendo a decir que, pese a la distancia cronológica, en realidad los superhéroes no son sino una versión cualitativamente más “comprometida con el disimulo (interesado) de la muerte de Dios“ -y por tanto, menos creíble- de los héroes de aquellas novelas? Esta genealogía común supone, además, una tesis sobre el conjunto del género de superhéroes: como espectáculo de entretenimiento, éste ofrecería una versión hiperbólica, desvirtuada y plenamente encajada en la “esencia del siglo XX” de los rasgos mitopoiecos que aquella novela todavía podía presentar con cierta autenticidad -la novela que es ahora añorada y catalogada como “novela de fantasía clásica“, repasada por el apéndice de Moore al vol. II de La liga (...). Asimismo, el género de superhéroes habría optado por proseguir la línea trazada por aquella novela de aventuras -y después recogida en el ambiente de los “pulp“- sólo para imprimir sobre ella uno de los sellos contemporáneos más funestos: el del panorama desdivinizado y carente de encanto de la plena Modernidad, que no sólo le resulta insípido y fantasmal al médico/druida Dr. Gull [véase From Hell, X, pp. 20 a 22] sino que obliga al cuerpo humano a refugiar todo el significado mítico de sus entrañas en una “tierra inaccedida de la memoria pasiva”, que primero está abarcada en la tiniebla preconsciente de la matriz femenina [véase El amnios natal] y que después, en la vida adulta, se convierte en el tiempo imaginario del Arthur Machen que rompe con el tiempo cronológico tras la muerte de su esposa, siendo convocado por una ciudad mítica, en la que se nos cura de la ficción de la vida eterna prometida por el monoteísmo cristiano (anglicano) [véase Serpientes y escaleras]. Esto es, como digo, lo que logro inteligir del posicionamiento de Moore ante el género de superhéroes a partir de la superposición de esas viñetas. Me atrevería a decir que ajustar cuentas con el género de superhéroes era sólo, a tenor de la evolución de la interpretación de Moore sobre el significado de dicho género -interpretación que nosotros compartimos en buena parte, y que intentamos entresacar con la máxima neutralidad posible, que es casi nula- sólo la primera parte de un ajuste de cuentas más amplio: el ajuste de cuentas con el desdivinizado mundo contemporáneo y el monoteísmo judeo-cristiano que, por medio de la Metafísica moderna, lo puso en el camino de esa desdivinización, de esa “pérdida de los mitos“. De aquí que Alan Moore haya combinado su carrera como “guionista atípico” en el género de superhéroes con la construcción de una alternativa neo-pagana que intentaría abrir en el mundo de la Modernidad plena los significados “mágicos” de los mitos anteriores a la palidez del cristianismo anglicano -seguramente, la religión cuyo credo más cerca ha tenido, en la que sólo podría hallarse un sucedáneo de la auténtica vena mitológica del ser humano.
Y, por supuesto, con esto acabamos de enredarnos en una nueva filigrana. Lo que estábamos diciendo era que, desde el “¿quién vigila a los vigilantes?”, el argumento de Watchmen nos había llevado a un “¿quién vigila los cielos?”, que en su propio significado nos empuja mágicamente, “burlando el tiempo”, a una viñeta del vol. II de La liga (...) en la que Mina caía en la cuenta de que el cielo nocturno del Londres modernista comienza a recubrirse de una cualidad ominosa, anunciando la llegada de “horrores innombrables surgidos de abismos insondables de ignominia cósmica”, horrores contemplados ya -durante un “viaje psicodélico”- por Allan Quatermain junto a Randolph Carter -esto es, el propio Lovecraft, uno de los grandes escritores formados en las primeras revistas “pulp”. Resulta entonces que, tropezándonos con un texto en una pared de la Nueva York de Watchmen, hemos caído por un tobogán en Providence, cerca de las costas de Nueva Inglaterra, sin necesidad de salir de Northampton -o de Madrid, en mi caso. En las páginas de The Courtyard el lector encontrará otro viaje sin postas entre Nueva York y el “terrible mundo de los dioses que espera tras el velo de la comprensión judeo-cristiana (anglosajona) del cosmos“, viajecito que en todo caso, comporta el mismo desplazamiento que el paso de las premisas del “¿quién vigila a los vigilantes?” a las del mencionado “¿quién vigila los cielos?”.
Con lo que finalmente hemos topado en las últimas páginas de Watchmen, a partir de la mutación del problema inicial “¿quién vigila a los vigilantes?”, es una puerta secreta entre el género de superhéroes y lo que vamos a llamar la Crisis modernista del mundo occidental en el paso del siglo XIX al XX, un fenómeno que, siguiendo a Nietzsche, nosotros vamos a presentar a partir de lo que él llamaría “culminación del nihilismo tras la muerte de Dios”: la aparición del mundo desdivinizado tras la caída de los ídolos. Asistimos así a la reunión de Alan Moore y Lovecraft en un punto intermedio, cuya primera coordenada está marcada por ese “¿quién vigila los cielos?” al final de Watchmen. En ese punto intermedio, se abre una brecha en el significado metafísico (moral, escatológico) que la comprensión religiosa (occidental) del cosmos había mantenido a duras penas para el mundo moderno, desentendiéndose progresivamente de la autoridad de la Iglesia católica. La religión anglicana y la religión de los puritanos acaban apareciendo como vías muertas que abocan al abismo del sinsentido, por lo que tienen que ser sustituidas por “alternativas”: las mitologías de Lovecraft, Arthur Machen y, en su momento, la del propio Moore. En la Crisis modernista, el arte pudo elevarse a la categoría de religión, como “fuente de sentido”, creación del velo de significados que debe cubrir, con el generoso fruto de la imaginación, el rostro terrible de la existencia. Durante esa crisis decimonónica, las viejas religiones de los imperios occidentales (especialmente los anglosajones) se habrían desvelado como una ficción más: una ficción incapaz de ofrecer el sobrante de sentido que las nuevas mitologías de entretenimiento sí eran capaces de ofrecer a sus lectores y que, aun más, inoculaba a sus creyentes el germen de un sufrimiento sobre su propia condición corpórea; por tanto, una ficción que tenía que ser abandonada. En el fin de la comprensión antropomórfica del cosmos como Creación entregada al Hombre, cuando la amenaza de terrores procedentes de los cielos pone en evidencia, ente el mundo moderno, la gratuidad de toda esperanza en el Dios del Hombre, el conjunto de la existencia comienza a mostrar el aspecto ominoso que la obra de Lovecraft tan directamente enfrenta -y que a su modo, nos quiere enseñar a superar-: la visión del rostro de los dioses que enloquece a los que no saben sortear los peligros del Sueño Profundo. Y ese rostro, decíamos, es justo el que Moore, primero a través de las palabras de Mina, antes a través de una pintada en la que se lee “¿quién vigila los cielos?“ tras la aparente solución de Ozimandias al problema fundamental del mundo contemporáneo, comienza a entrever detrás de la ficción de los disfraces de los superhéroes. De esa manera, los disfraces de superhéroes aparecen como prolongación de la misma vía muerta de la religión de estirpe judeo-cristiana (la anglicana, en su caso) que había conducido finalmente a ese “miedo ante los cielos que anuncian una existencia ajena a las esperanzas del Hombre“. Pero, vean ustedes, esto es ya parte de otro libro: el que esperamos dedicar a la lectura de los escritos de H. P. Lovecraft.
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