jueves, 18 de febrero de 2010

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (introducción)

[La risa como expresión de un equilibrio entre la acción y la casualidad.]

(...) ¿Qué más pueden decirnos los fenómenos de la risa y de lo cómico sobre los temas de Watchmen? Si lográsemos presentar la risa, en cuanto respuesta a la cancelación cómica de la acción dramática, como la contrafigura de esa posible resolución triunfal de esa misma acción que vendría sostenida por la intervención del (super)héroe, quizás pudiésemos apuntar una nueva “tesis de fondo” bajo las viñetas de esta obra: una tesis de fondo que, de nuevo, la estaría dotando de una “filosofía de la ficción de superhéroes”. El modo en que las viñetas de Watchmen juegan a callar tras haber hablado se hace doblemente manifiesto merced a la aparición -ahora sí, nada casual, sino calculada- de esa sonrisita amarilla que, reducida a un esquema, parece estar ocultando, cual máscara, al mismo autor de la historia, como si éste jugase a ser un Dios respecto de los personajes –por seguir la conocida analogía de Chesterton. Quizás haciendo algún apunte acerca de las relaciones que, más allá de la ficción, aparecen entre la risa y el ejercicio cotidiano y vital de la comprensión [nota 1] podamos regresar al significado de las apariciones de esa sonrisa en las páginas de esta obra y calibrar el modo en que este símbolo determina su calidad dramática: ¿se trata de una tragedia, de una comedia, de ambas cosas? Quizás esa sonrisa –y es por esto que no deja de ser significativo el que aparezca tanto en la primera como en la última viñeta- acabe sugiriendo lo siguiente: que la acción de la trama ha descarrilado como intento de composición "en los términos de la Historia universal" de una epopeya heroica –la epopeya secreta de Ozimandias- y vuelve a situarse, en su conjunto, en la frontera de la cómico, en un punto indeciso entre el éxito de los actos de los personajes y su cancelación cómica, localizado entre -decíamos en el párrafo anterior [véase el final de “El abismo te devuelve la mirada”]- "la casualidad y lo intencionado, la esfera del azar y la de lo abiertamente significativo".


[Consideraciones generales sobre la risa como forma expresiva (orgánica) del sentido. Los dos tipos de gags.]


(…) Entonces, ¿cómo se produce la risa, sea ante una situación impremeditadamente cómica o ante una actuación que busca producirla? ¿Cómo dar reglas para que todos puedan preparar, cuando les venga en gana, un buen gag o inventar un buen chiste? ¿Qué reglas deben confirmarse para que se produzca, aunque nadie tome parte en eso a conciencia, una situación cómica? No hay manera de producir la risa ateniéndose a reglas, justamente porque la inflación que la desata sólo se da cuando falla en el entendimiento de los hechos el recurso a las reglas de lo cotidiano, que normalmente con éxito, nos adelantan el sentido de la situación de la que participamos -acaso a título de mero espectador. Frente a lo cotidiano, las comprensiones y las expresiones de lo engañoso y lo cómico pueden funcionar sólo como casos límite, al modo de excepciones "que confirman la regla" o rupturas que no se podrían producir cuando todo intentase pasar por engañoso o por gracioso. (…)

Es en las afueras de lo cotidiano donde brota lo cómico, y es también en esas afueras donde se abre la posibilidad de un riesgo y de la intervención heroica en la acción; tanto en la producción de lo cómico como en la intervención heroica, el desarrollo de la situación da un timonazo que la lleva a resolverse en contra de lo que era, en su primer rumbo, anticipable. Suspenderse la comprensión de una situación y anularse su sentido, esto es, dejarse ésta invadir por lo absurdo de los acontecimientos, tiene mucho que ver con la risa, aunque no puedan coincidir siempre lo absurdo y lo gracioso. Ante situaciones graciosas que se preparan impremeditadamente, como también ante el gag o el chiste, la tensión por resolver una comprensión de los hechos se genera, en principio, del mismo modo en que se genera ante una situación cotidiana: intentando situarse en la figura de sentido que "envuelve" la situación y que ofrece, por así decirlo, la clave de su desarrollo. (…) El engaño y el gag se preparan siempre como "traiciones" al desarrollo regular de los acontecimientos. Del mismo modo que en la lucha una finta surte su efecto engañoso valiéndose de la figura de la maniobra que defrauda, el golpe cómico originario requiere del abandono, voluntario o involuntario, de la figura de sentido que se estaba haciendo presente en la situación. Al cumplirse un engaño vulgar, cuando ya se nos ha dado "gato por liebre", es difícil evitar que en la propia situación no comparezca, bajo los escombros del sentido aparente que acaba de volar por los aires, el que nos había sido encubierto por el defraudador: ¿ocurrirá lo mismo en el gag cómico? Quizás lo propio de lo cómico consista en asegurar que, tras su manifestación en la risa que corona el golpe y delata la naturaleza de la situación, no quede ningún sentido no-fingido en la situación que pueda ser recuperado: lo cómico se da por sí mismo, y se entiende por sí mismo, sin necesidad de una "finalidad más allá". Ante los cómico, no es necesario el "¿y a qué viene eso?". Eso apartaría lo gracioso del engaño y del mero fracaso de la acción, que nunca dejan de tener un término a la vista, aunque éste haya quedado de salida encubierto o finalmente desplazado.

La risa no culmina tampoco la situación ante el mero fracaso del propósito que confería su figura de sentido manifiesta a las conductas de las que estábamos siendo testigos: de otra forma, cualquier fracaso en la ejecución de una maniobra complicada del que seamos espectadores podría movernos a risa. En el circo, los intentos incumplidos de los trapecistas no se confunden, en general, con la actuación de los payasos. La risa toma la situación exclusivamente cuando esta última se ha resuelto de tal manera en los hechos que ha autoanulado su propio sentido, rompiendo la figura de buen éxito que se habían imprimido ellos mismos y, por así decirlo, tragándose su propia secuencia, como la serpiente ouroboros. Es entonces cuando la comprensión, ateniéndose a la autocancelación de la situación dada, no puede proseguir: su exceso de sentido acumulado, un sobrante orgánico de finalidad con el que no puede hacer nada y que ya no puede ser depuesto en la situación misma en que se había producido, acaba expulsado por medio de la risa, merced a cuya liberación la comprensión vuelve a estar como si nada hubiese sucedido. En la risa, como en el juego, el cuerpo viviente del hombre encuentra el gozo de la función (la del comprender y expresar) por la función misma, a pesar de que sus despliegues de fuerzas vitales no lleven a ningún lado: ambos, la risa y el juego, son casos de un desequilibrio corporal benigno en cuya producción y posterior desalojo las funciones expresivas y conductuales no ganan ni pierden nada, más allá del recreo y la alegría tonificadora que obtienen de su haber tratado con lo excepcional, o por medio de su capacidad de recobrarse finalmente para lo habitual.

En resumen: podemos afirmar que la resolución cómica de una situación se funda, frente al engaño o el mero fracaso, en la autosupresión, iniciada y culminada en la lógica de la situación misma, del que era su sentido patente. Cómo invocar esta autosupresión en una concreta situación no es anticipable en regla alguna, sino que, como la corona del héroe que salva la situación, responde sólo a lo pasajero de la ocasión; pero, en general, cuando encontramos a alguien que, intencionadamente o no, ha ocupado a la sazón la figura del gracioso, reconocemos en él un saber encajar su acción o sus palabras en la situación dada: encajar no de cualquier manera ni para el éxito, sino de modo que, recogiendo el impulso del sentido que la situación misma estaba desplegando, su intervención como gracioso, por sus dichos o hechos, pueda darle un giro tras el cual la propia situación, que sigue avanzando, naufrague y desaparezca en sí misma, como si el después del golpe cómico encajado hubiese recaído sobre el antes, brotando de él con toda naturalidad y, al mismo tiempo, frenándolo, reduciendo la dirección del conjunto a un cero, a un equilibrio dinámico entre dos fuerzas que, dentro de la misma unidad, se contraponen, resultando en una nada. La risa ofrecería, en el orden de las fuerzas vitales de la comprensión, una fuga por la que dichas fuerzas quedarían anuladas, persiguiendo el desalojo de sentido que tiene lugar, merced a un golpe súbito y certero, en la situación cómica.

De aquí que, si toda risa acompaña esencialmente a un balanceo indeciso de la situación entre la abierta significatividad y el ocurrir desprovista de significado, volvamos a tener que caracterizar el ámbito de lo cómico como una "tierra de nadie" que se extiende en la división de dos esferas: la de los acontecimientos comprensibles que se constituyen de inmediato en torno a propósitos y fines asociados a conductas de personajes representados o seres vivientes, y la de los hechos explicables que no responden a finalidad y se determinan según relaciones causales rígidas, mecánicas. Aunque no sean éstas dos esferas perfectas, incomunicadas e independientes, valdrá la distinción.
Para hacer más claro esto, proponemos imaginar una línea con dos extremos: en el primer extremo, tendríamos el caso ejemplar de una acción exitosa, en la que identificamos a un agente animado con voluntad, siendo posible entender -al menos parcialmente- cuáles son sus propósitos cuando éste, ante la situación que lo rodea, opta por una vía de acción entre muchas con un margen de variación amplio; por medio de esas operaciones intermedias el agente, sorteando los escollos, logra el fin propuesto: el héroe, haciéndose camino en medio de aventuras y resolviéndolas a su conveniencia mediante acciones bien encajadas, llega a recoger finalmente el premio del gobierno de un reino o la conquista de un gran poder. Si este caso se sitúa en un extremo de la línea, en el otro debemos localizar toda la sucesión de cambio según leyes de los fenómenos que pertenecen a las explicaciones de las diferentes ciencias físico-naturales, en las que esos cambios se presentan y manejan como determinados necesariamente por factores dados, exentos de relaciones de intencionalidad, propósito o búsqueda de un fin que puedan cumplirse o fallar: comprender, en ese caso, está rigurosamente de más, porque no hay un sentido que trazar como "figura de acabamiento" de la situación. A la misma distancia de ambos extremos del segmento –el heroico y el mecánico-, en esa indecisión del "sentido autoanulado" de la que hablábamos, se halla el pozo de lo cómico, en el cual caen, desde un lado, las acciones que acaban, por efecto de un oportuno resbalón (por lo general nunca premeditado, aunque muchas veces fingido con gracia) en la autosupresión de su sentido, y desde el otro lado, las sucesiones de fenómenos mecánicos que, de casualidad, llevan a la producción ciega de un resultado que, por su adecuación a la situación, se hubiese dicho exitoso, de haber sido conducida su producción por un agente en lugar de ser ciega: ¿no es éste el tipo al que responde la oportuna aparición de la sonrisa en el cráter marciano en el capítulo IX de Watchmen?


Para volver de inmediato sobre ello, seamos ahora más breves en nuestra conclusión: las situaciones cómicas suponen un juego de intercambio de papeles, voluntario o no, entre el genuino agente y el movimiento indeliberado –“automático”, "espontáneo", por la raíz griega de la palabra- que lo suplanta, entre las potencias del héroe y los resortes de la casualidad. El héroe es, desde siempre, aquel más capaz de salir airoso de la acción y conducirla para su éxito mediante intervenciones dotadas de propósito, sean cuales sean las dificultades y a pesar de los contratiempos, acertando con su flecha justo allí donde puede decidir la situación; el autómata es capaz de lograr con sus movimientos mecánicos los mismos resultados que éste sin que, en ningún momento (nota 2), tome él parte en alguna acción o propósito; igualmente, quien, a sabiendas o no de lo que hace y de cómo lo hace, deja obrar sobre sí ambos papeles al mismo tiempo, es el gracioso; y para desgracia del héroe, es posible que las casualidades pesen en el desenlace de la historia en que tiene que actuar más que la dirección que él hubiese pretendido dar a los hechos mediante sus acciones. Como veremos cuando hablemos sobre Adrian Veidt, no siempre aquel que quisiera hacerse con el título de héroe logra imponer el sentido de sus acciones a la lógica de la historia en la que toma parte.


Notas.
(1) Aquí "comprensión" no hace referencia a ningún afecto de empatía psicológica, al menos inicialmente. Nos interesa aquí la comprensión como acto orgánico de aprehensión de sentido en las acciones de otros seres humanos o incluso en la conducta propositiva de los animales; en esta acepción, tiene mucho que ver también con la comprensión tácita en la que nos movemos, a muy diferentes niveles, cuando nos conducimos de determinado modo ante las cosas que forman parte de nuestro mundo, atendiendo a su utilidad sin reparar en ellas, o cuando conocemos algo sobre el estado de salud o los apetitos de un ser vivo por medio de sus expresiones. También en los animales superiores puede hablarse de una comprensión y una comunicación inarticuladas: presa y depredador "se entienden" cuando el uno se adelanta a los fines del otro. En un nivel específicamente humano, la comprensión se da también en torno del lenguaje articulado, escrito o hablado, y exige nuevos modos de hacer frente a la situación en torno, como en el caso del niño que aprende a ser espectador de una obra de teatro o a seguir un concierto en silencio; pero tiene en común con los otros niveles el desenvolverse en función de una figura de sentido, que no es meramente "psíquica", sino que está dada y complicada en las cosas o figuras mundanas, tal como se aparecen a los seres vivos que desempeñan algún tipo de conocimiento en su conducta. Por supuesto, la comprensión humana, dada en función de instituciones y normas, se abre a modos de participación "hermenéuticos" que quedan fuera del conocimiento sensorio-motriz propio de los aprendizajes animales.

(2) Para detenerse en este asunto del intercambio de papeles entre el autómata y el agente racional, desde una perspectiva académica en la tradición de la filosofía de Kant, pueden consultar el artículo "La máquina, la risa y la venganza del accidente", de la profesora de la Universidad Complutense Nuria Sánchez Madrid.

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (I)


[Un gag del tipo I: la acción se estrella contra lo casual y lo no-deliberado. La escena del sorteo en El gran dictador de Charlie Chaplin.]

Pero señalemos un ejemplo de alguno de estos dos casos de confusión, según la medida del resultado, de la acción del héroe con la secuencia del mecanismo [gag del tipo I], o al revés, del suceso rígido de los movimientos con los actos deliberados [tipo II]. Fue revisando una escena de la película El gran dictador de Charlie Chaplin cuando se me antojó necesario insertar en este ensayo un excurso sobre la sorprendente convergencia entre, por un lado, el asombro ante lo heroico y, por otro lado, la carcajada que responde al golpe cómico: el examen de eso es pertinente en estas páginas porque precisamente la trama de Watchmen acaba forzando una convergencia semejante, cuando la “mayor broma de la historia” –el fingido ataque alienígena sobre Nueva York-, que oculta ante todas las miradas el triunfo heroico de Ozimandias, termina por convertirse en una broma -una "broma del Cielo"- para él mismo: pues Veidt, al preparar y ejecutar esa “intervención heroica”, ha caído en el engaño en que, apretado por la desconfianza y la desesperación, se condena el náufrago de los Relatos del Navío Negro: entendiendo que los piratas ya han alcanzado su hogar y le han arrebatado a su mujer y sus hijas, se hace merecedor, por su propia mano, de unirse a la horrorosa tripulación infernal. ¿No es esto tema para una comedia teológica del siglo XVII, a saber: El condenado por desconfiado?

El gag que se desarrolla en la escena de El gran dictador que ahora nos interesa puede responder al primer tipo que hemos diferenciado al abrir el epígrafe. El barbero interpretado por Chaplin y otros cuatro hombres del guetto judío tienen que jugarse a las suertes quién será, de entre ellos, el hombre que volará el palacio del dictador Hynkel, "entregando su vida heroicamente por la causa de la libertad". Confiando en el sentido del honor de los cinco hombres, el sorteo se plantea de una manera excesivamente ceremoniosa y sin testigos, celebrándose a puerta cerrada. Los cinco participantes se sientan a una mesa larga en la que se les servirán a las suertes cinco raciones de pudin, de las cuales sólo una esconderá una moneda de oro: quien descubra esa moneda dentro de su ración tendrá el honor de ejecutar el magnicidio. Burlando las instrucciones del juez del sorteo, la novia del barbero ha decidido sabotear la ceremonia y evitar la continuación de la conjura, colocando una moneda en cada ración; esto no lo saben ni el juez del sorteo ni ninguno de los cinco que se sientan a la mesa. Tan pronto comienza el reparto de los cinco pedazos, queda claro que los participantes, incluido el personaje de Chaplin, van a hacer todo lo que esté en su mano por esquivar la moneda de oro; nosotros, los espectadores, sabemos además que el conjunto de la situación, pese a las acciones de sus agentes, sólo puede evolucionar hacia la anulación del sentido de la intervención de los cinco comensales.

Sin articular palabra, el actor nos hace entender que, junto a la cucharada de pastel, el barbero judío se ha llevado a la boca una segunda -e inesperada- moneda. Al representar con maestría el gesto espontáneo del gracioso, el actor asume que, como comediante profesional, sólo puede ser gracioso si se hace pasar por alguien que no pretende serlo, o si deja de ser actor, y se deja llevar por la casualidad, aproximándose en sus gestos al autómata. No en vano, la palabra española "autómata" procede del término griego para “espontáneo“, o “lo que se produce por sí mismo, sin necesidad o posibilidad de que la deliberación lo evite o lo conduzca, pero de manera que el resultado le resulte significativo“. Así es en la expresión “autómatos bíos" [la vida espontánea del mundo primitivo] ; en esa misma medida, significa para el griego “lo casual“. Por esto, el significado traslaticio de “autómata“ como una máquina con aspecto y movimientos significativos -que imitan lo orgánico- pero faltos de saber. Esto nos confirma lo que aquí decimos: que el gesto y algunos movimientos del gracioso lo son precisamente porque tienen lugar sin saber o como faltos de un saber - un saber cómo producirlos.


En la segunda cucharada de pudin, Chaplin, que se sienta en el centro de la mesa, descubre una moneda en su pastel; aprovechando que nadie más la ha visto, decide tragársela con el dulce, facilitándose la deglución con un trago de agua. Tras ejecutar con éxito esa maniobra deliberada el barbero cree poder darse por salvo y baja la guardia: no sabe que, al tiempo que él descubría su moneda, tres de los otros cuatro conspiradores han descubierto las monedas ocultas en sus respectivos pedazos; por supuesto, cada uno de esos tres se las arreglará, a su vez, para que la moneda que le ha tocado recibir acabe en el plato del comensal que se sienta más cerca. Aprovechando que Chaplin ha perdido de vista su plato al girarse para coger un azucarero, una mano rápida coloca en su ración de pudin otra de las monedas aparecidas: en ese primer momento del gag la acción de hacer desaparecer la moneda discretamente, que engarzaba en la situación según los propósitos del barbero, se ha visto reducida a nada en sus resultados por la misma continuación del sorteo y la picaresca de los otros judíos –a su vez, cómica, y no nada heroica. Cuando el barbero vuelve a hundir su cuchara en la golosina y encuentra una segunda moneda, el gesto de sorpresa que acude a la cara del personaje impone ya una inversión de su papel: deja de ser momentáneamente el tramposo que saldría exitoso del lance, manejando los acontecimientos a su favor, y se aproxima por su mueca, que lo marca con la expresión "automática" –en su primer sentido de “espontánea”- de la sorpresa, a la condición de gracioso: su oportuno disimulo ha quedado anulado por la aparición igualmente oportuna de una segunda moneda. De nuevo, el personaje ingiere la moneda con una cucharada de pudin, reponiendo su propósito del golpe que le da el giro inesperado de la situación. Pero no es aquí donde culmina el gag: el sorteo continúa y otras dos nuevas monedas acaban en el plato del barbero, que les dará el mismo expediente que a las otras dos. El gag se hace con el conjunto de la situación cuando el único participante que había respetado el planteamiento del sorteo se levanta con solemnidad de su asiento tras descubrir la moneda de su plato y anuncia: "-Señores, la moneda estaba en mi plato”. Todos callan con gravedad; un instante después, la cámara nos muestra un plano medio del barbero, quien acaba de interrumpir el silencio con un involuntario ataque de hipo y que, en sucesivos golpes, escupirá una a una las cuatro monedas que se había guardado en el estómago; las escupe, obligado a ello por un acto reflejo que, en tanto inevitable, lo aproxima al autómata y pone su actuación en manos del casualmente oportuno hipo: un autómata que nunca fue, pero al que queda reducido en tanto es incapaz de evitar que ese oportuno pero casual ataque de hipo que le sobreviene anule todo el sentido de su actuación durante la preparación del gag.


Como gracioso, este barbero/Charlot ha permitido la aparición del golpe cómico a costa del sentido de su acción, de sus tretas; de cara a la producción de la risa, es indiferente que el golpe cómico haya sido fingido o no, actuado o directamente participado o padecido, mientras no haya sobreactuación. Si ya lo cómico se sitúa sobre una indiferenciación de lo intencionado y lo casual, la figura del gracioso no está esencialmente unida a un serlo a sabiendas y con cálculo. Por efecto del golpe, toda la situación inicial del sorteo y los actos mismos del gracioso acaban, en lo que toca a su resultados, anulados por su propio desarrollo conjunto; en cierto modo, la escena no ha cumplido con el sentido ante el que se le quería hacer responder; al mismo tiempo que el sorteo nunca ha dejado de tener lugar, no ha terminado como ninguna de las partes lo esperaba hacer terminar, conduciéndolo con la mediación de sus actos. Al final de la escena, anulado el inane sorteo, todo queda como si no hubiese sucedido nada; y -desde cierto punto de vista, que es el de la calidad heroica del relato- nada aportaría la escena al conjunto de la historia de no ser por la risa inevitable que corona la situación.


A los ojos del héroe, el conjunto de esta escena del sorteo ha resultado en una "pérdida de tiempo": no "renta" nada en lo que toca a la posible preparación del gran gesto heroico de "liberar Tomania del dictador Hynkel". Pero, ¿y si por su propio desarrollo, y precisamente por no conducir éste a ningún clímax posterior y autocancelarse en lo cómico, valiese la pena participar de dicha peripecia, incluso cuando sus "dividendos heroicos" fuesen nulos? Baste -y sobre- con lo gracioso, que ya habrá salvadores del mundo.

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (II)

[Un ejemplo de gag tipo II: la casualidad toma el papel de la intervención heroica -deliberada. La escena del columpio en El jovencito Frankenstein de Mel Brooks.]

Para ofrecer un ejemplo que se ajuste mejor al segundo tipo de gag que señalábamos al comienzo del punto anterior, remito al lector a la comedia de Mel Brooks El jovencito Frankenstein (The young Frankenstein, 1974). Fijémonos en esta situación: tras escapar el monstruo del castillo del moderno Prometeo, dos escenas que se están desarrollando simultáneamente, una en el patio anejo a una casa de labradores y otra en las habitaciones de ésta, convergen de casualidad y se resuelven de modo tan feliz que, en ese su cruce afortunado, nos invitan a pensar que la intervención de un héroe en ellas no podría, desde luego, haberles garantizado mejor desenlace que el que les proporcionó la entrada en escena de la casualidad -que, a fin de cuentas, no es más que un ente de razón.


El gag al que nos referimos se prepara como sigue: el monstruo compuesto por el joven doctor Frankenstein ha escapado ya de su encierro en el castillo y anda rondando las afueras del pueblo cercano; la voz de alarma ha llegado a los vecinos del lugar, que se han determinado a hacerse fuertes en sus respectivas casas bloqueando puertas y ventanas para resistir ante los accesos furiosos del cuerpo reanimado por el arte. En el interior de una de esas casas de labradores se ve a un matrimonio joven que acaba de asegurar ya contraventanas y cerrojos, y que hace los últimos arreglos sobre la puerta de la casa, atrancada con algunos travesaños de madera; mientras tanto, en el jardín de la casa, una niña que debe de ser su hija se entrega cantarina a sus juegos: sus padres no han caído en la cuenta de que se les ha quedado al otro lado de la puerta que tan apresuradamente han reforzado. Salido de entre los árboles, el monstruo de Frankenstein se encuentra con la niña en el patio: se trata de un hombre de gran talla, con un gran costurón alrededor de su cráneo y que, pese a su semblanza terrible, va desgarbado de andares, como un infante que da sus primeros pasos: es, sin duda, un incapaz de acción, un viviente en el que pesa más el movimiento espontáneo que la acción deliberada. Éste observa con gesto de sorpresa a la niña; aunque aturdida, ella le invita a compartir sus juegos, y el cándido monstruo, aceptando, se sonríe torpemente.
Mientras tanto, dentro de la casa el matrimonio ha empezado a echar de menos a la niña, y antes de creerla en el patio, la pareja de labradores comienza a buscarla y llamarla en el interior de la casa; al comprobar que no está distraída en ninguna habitación del piso de abajo, no se demoran en subir a buscarla en los cuartos superiores. De nuevo, se nos presenta la escena del exterior: la niña y el monstruo se sientan sobre los extremos de un balancín del parque, impulsándose de modo que se hacen subir y bajar el uno al otro alternadamente; en la casa, los padres suben muy a prisa la escalera hacia la habitación de la niña y están a punto de abrir la puerta. Al tiempo que ellos echan mano sobre el picaporte, el movimiento del balancín en el parque se interrumpe: el monstruo, llevado por el gozo del juego, se pone en pie, permitiendo que el extremo sobre el que se sienta su compañera de juegos repose en el suelo; de súbito, deja caer todo su peso sobre su asiento del balancín, haciendo que, para su sorpresa, la niña salga disparada como un proyectil de catapulta desde el otro extremo, sin rumbo claro. La cámara regresa al interior de la casa y nos muestra un cuarto infantil en el que una blanda cama, descubierta ya, se extiende frente a nosotros; por la ventana de la habitación, que había quedado abierta, la niña entra volando, cayendo tendida sobre la cama y de tal suerte que, del propio ímpetu del aterrizaje, las sábanas acaban cubriéndola como si alguien se hubiese ocupado de acostarla; la puerta del cuarto se abre y entra la pareja de labradores en el cuarto, encontrando a la niña ya echada y arropada en la paz del lecho: "-¡Mi niña!".

De esta manera, el gag se ha desatado merced a la torpeza del monstruo y se ha apropiado del conjunto la escena, más allá de la función y la intención de éste como gracioso; al resolverse la situación felizmente, la casualidad ha ocupado, de derecho, el lugar de cualquier héroe -enmascarado o no, "profesional" o espontáneo- que hubiese querido producir deliberadamente una resolución semejante de la situación. El carácter impremeditado del lanzamiento de la niña hasta su cama, durante el cual ésta se ha convertido en peso inerte, ha quedado compensado -y, respecto del espectador, recíprocamente anulado- por la posterior ganancia de sentido del accidente que causó su vuelo, sujeto a tan oportuna trayectoria; ante el conjunto del gag, ante el todo en que se acoplan el antes y el después del golpe cómico, la comprensión del espectador cae en ese umbral de la indecisión del que venimos hablando. Si en algún momento el monstruo hubiese dado muestras de proponerse lograr dicho desenlace y medir con vistas a él su caída sobre el balancín, el éxito de su acción estaría recibiendo nuestro aplauso, como lo recibiría la intervención de un héroe: pero aquí la acción (deliberada) no ha tenido nada que ver y, en su sentido más riguroso, tampoco se ha asomado a la situación. Consecuentemente con esto, la risa, y no la admiración o el espanto, ha impuesto su sello en el entendimiento de los hechos: la casualidad ha hecho sobrante la intervención de cualquier (super)héroe: el transcurso de la situación es suficiente a dar lugar a tan buen desenlace, porque el monstruo no es nunca tan malo como parece.

La casualidad -que, como decíamos, no es apenas nada, y que, a diferencia de la acción, tampoco es, desde luego, un principio, más allá del discurso que sobre ella hacemos- nos sorprende de nuevo: mucho tiempo después de escribir y descartar la publicación de estos epígrafes, damos con el pretexto para ponernos a redactarlos. Si ya era sorprendente descubrir que un monumental reloj "casi a las doce menos cinco" aparecía en El gran dictador -recuerden nuestro "Pasatiempo a partir de una casualidad"-, no lo será menos el comprobar que, al final de El jovencito Frankenstein, el monstruo, luciendo frac, sazona su nuevo papel de bailarín prendiendo una insignia en la solapa de su traje: en ésta se reconoce una sonrisita esquemática.

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (III)

[La gran intervención heroica de Ozimandias y su anulación cómica]

Detenidos ante esta posibilidad de que la casualidad tome el lugar del héroe, damos un paso atrás y preguntamos: ¿casualidad o Providencia de un Dios que interviene puntualmente para asegurar la felicidad de los justos también en este mundo? (A fin de cuentas, tanto la casualidad como la Providencia son, cada una a su modo, distinciones de razón.) La respuesta que demos a dicha cuestión decidirá una interpretación tácita del conjunto de la situación: ¿resulta este conjunto en la producción de la risa en nosotros o más bien debe corresponderle un agradecimiento? (…) La sucesión oportuna de las diez plagas de Egipto que se refiere en el libro bíblico del Éxodo se tomó en su momento como obra ordenada de una voluntad todopoderosa que, interpelada por la desgracia del que había de ser su pueblo, le asistía para que pudiese enfrentar una empresa justa: salir al desierto para orar allí a Yavé, libre del yugo del Faraón –posiblemente y para mayor inquietud de los lectores, Ramsés II, es decir, Ozimandias. ¿Por qué no limitarse a reconocer en la concentración de esos fenómenos naturales una afortunada serie de casualidades? Nosotros tenemos que preguntar desde nuestro tiempo: ¿dónde, en los acontecimientos mismos, se encontraba el sello visible de dicha voluntad? ¿Qué signo manifiesto a los sentidos -o mejor, que símbolo- había impreso Dios sobre esos acontecimientos al objeto de manifestar por medio de ellos tanto su potencia como su propósito, "firmando" los fenómenos naturales a título de Creador y facilitando, por así decir, que pudiesen tomarse como producto de su voluntad? ¿Por qué los hebreos no se encontraron en la indecisión que, dejándonos sólo una disyunción -casualidad o Providencia- nos detiene ante la sonrisa impresa sobre la superficie marciana? Pero, igualmente: ¿acaso algún lector se ha inclinado resueltamente por la risa ante el hallazgo del sello de la sonrisa impreso sobre la superficie marciana, descartando cualquier otra salida de modo resuelto? (…) ¿Acaso alguien es capaz de zafarse del juego de sugerencias en que nos introducen las viñetas de Watchmen cuando, de nuevo, la sonrisita esquemática amarilla acompaña la casual recuperación del diario de Rorschach en la última página de la obra, anunciando la posible anulación (cómica) de la “intervención heroica” de Ozimandias sobre el escenario del mundo -quizás, no tan terrible como lo pintan- en que parece inevitable la III Guerra Mundial? (…)


Antecedente del gran gag que se va preparando desde la primera a la última página de Watchmen: el asesinato de E. Blake deja, como testigo, una sonrisita amarilla manchada de sangre.


(…) El lugar del gran héroe, el capaz e incansable valedor de los justos, queda ocupado por algo o alguien en las páginas de Watchmen: bien por una casualidad favorable, bien por un Dios providente que no ha abandonado el mundo, como dicen sus personajes que ha hecho –pues, pese a lo que digan sus personajes sobre la falta de Dios en el mundo, Watchmen juega a no comprometerse con ninguna de las tesis de esa disyuntiva, desarrollando un juego de sugestión e indecisión que es el principal motor de su gran “ambigüedad”. De ese modo la trama de la obra desaloja de sí a cualquier aspirante a (super)héroe. Pero lo más prudente será que respetemos el texto y no nos decidamos sobre la disyuntiva. (…)

Cuando el héroe enmascarado o los superpoderes del superhéroe están de sobra en la dirección de la trama y la disposición de los acontecimientos, todavía éstas parecen dejar un lugar vacío tras de sí. ¿A quién corresponde ocupar ocupar ese lugar, si ya el superhéroe ha quedado expulsado de antemano de él? Allí donde el Dr. Manhattan pregunta "¿quién crea el mundo?" [IV, 27], nosotros preguntamos: "¿alguien dispone la trama de Watchmen para que en ésta se produzca, como en un gag, la serie de acontecimientos que convergen en el resultado final?" (…)

(…) Toda la empresa aventurera de Veidt consiste en suplir, coronándose como un Ozimandias pagano, el lugar vacío de un Dios, para apropiarse de esa divinidad vacía para sí mismo, todavía mortal pero transformado por su propia labor y su voluntad en alguien intercambiable con el (super)héroe contemporáneo: quien evite la “desaparición (nuclear) del mundo” habrá hecho tanto como el Relojero que mantiene el movimiento de las piezas del cosmos-reloj, donándolo al hombre.

Las potencias de Veidt como Ozimandias son, desde luego, algo más que "humanas", porque fueron alcanzadas rechazando todo entendimiento de los "límites humanos" insertos en un concepto mediano del hombre: el hombre puede ser divinizado y redimido de los males de la historia por el nuevo hombre, sin necesidad de la Gracia de un Dios que lo ame infinitamente y lo favorezca, manteniendo el mundo en marcha. La invitación "transfórmate con el método Veidt" [véase su perífrasis en la publicidad de la contraportada de un número de Relatos del Navío Negro en XII, 1] es mucho más que un reclamo publicitario: es un imperativo aparecido durante la ocupación por asalto del lugar de la divinidad, que ahora se dirige a la nueva Humanidad. Su atrevimiento tiene un ejemplo olvidado en la transgresión de Prometeo, consumada por el titán al ceder éste a los mortales el fuego y la luz de los inmortales [véase el lema del cartel de la compañía de taxis en XII, 5]; y al contrario que en el antiguo ejemplo de Prometeo, ninguna justicia más alta amenaza ahora, en el mundo sin dioses, con imponer al transgresor su castigo: ¿cómo no robar el fuego divino dejado por los dioses en retirada, si ya no parece quedar quien lo pueda reclamar?

Sin embargo, se devuelve a Veidt su atrevimiento a través de la pena trágica de quedar envuelto, como el náufrago, en el reflejo monstruoso de su propia aspiración [XII, 27]; al querer traspasar el umbral que lo separa de un Ozimandias legendario y fundirse con él en su propia leyenda, el hombre real, que por destino, sólo puede disfrazarse del Ozimandias incorruptible, ejecuta una gran acción heroica contra todo límite que finalmente lo sume, en tanto mortal expuesto a la mirada de otros mortales, en la pena del infierno. De esta manera se cumple, de nuevo, la "terrible simetría": transgresión-castigo. Pero, ¿se trata esto de un castigo por parte de un Dios, o sólo por parte de un sino ciego que lo alcanza con la visión del náufrago enloquecido, al que únicamente le queda sumarse al horror del Navío Negro? Baste mantener abierta la pregunta, sin poner nosotros mismos a un Dios -o a un superhéroe más poderoso que el propio Veidt que haga las veces de ese Dios- que pueda dictar y ejecutar la sentencia. No será otro héroe enmascarado quien haya estado vigilando al transgresor y pueda ahora garantizar, desde la fuerza, la condena del "vigilante". El "¿quién vigila a los vigilantes?" debe quedarse en su pregunta. ¿O quizás es eso imposible, y para que la pregunta tenga sentido hay que decir, al mismo tiempo que ocultar que se dice, que el Dios gobierna el mundo, y vigila a los vigilantes? ¿No será que tanto nosotros como el señor Alan Moore, por más que todos nos disfracemos de druidas, hemos sido incapaces de abandonar la esperanza en el Dios que sí interviene en el mundo, el Dios que permite que los males y las humanas miserias se hagan soportables?

Si en esta viñeta culmina el chiste -o broma- que alguien -el autor, disfrazado de sino- venía preparándole a Veidt desde el planteamiento de la situación dramática en la primera página -un gag que quizás va cobrando forma sólo de casualidad- entonces podemos preguntar: ¿responderá la "gran intervención heroica" de Veidt en la escena del mundo nuclear a la misma condición a la que cualquier acto del gracioso ha de responder durante la prparación del gag? Es decir: ¿gozará su "conquista de los males del Hombre", su "desanudar el nudo gordiano" de algún efecto más allá del que tiene la actuación del gracioso, cuando -decíamos más arriba- ésta se autocancela y pierde toda transcendencia?