jueves, 18 de febrero de 2010

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (introducción)

[La risa como expresión de un equilibrio entre la acción y la casualidad.]

(...) ¿Qué más pueden decirnos los fenómenos de la risa y de lo cómico sobre los temas de Watchmen? Si lográsemos presentar la risa, en cuanto respuesta a la cancelación cómica de la acción dramática, como la contrafigura de esa posible resolución triunfal de esa misma acción que vendría sostenida por la intervención del (super)héroe, quizás pudiésemos apuntar una nueva “tesis de fondo” bajo las viñetas de esta obra: una tesis de fondo que, de nuevo, la estaría dotando de una “filosofía de la ficción de superhéroes”. El modo en que las viñetas de Watchmen juegan a callar tras haber hablado se hace doblemente manifiesto merced a la aparición -ahora sí, nada casual, sino calculada- de esa sonrisita amarilla que, reducida a un esquema, parece estar ocultando, cual máscara, al mismo autor de la historia, como si éste jugase a ser un Dios respecto de los personajes –por seguir la conocida analogía de Chesterton. Quizás haciendo algún apunte acerca de las relaciones que, más allá de la ficción, aparecen entre la risa y el ejercicio cotidiano y vital de la comprensión [nota 1] podamos regresar al significado de las apariciones de esa sonrisa en las páginas de esta obra y calibrar el modo en que este símbolo determina su calidad dramática: ¿se trata de una tragedia, de una comedia, de ambas cosas? Quizás esa sonrisa –y es por esto que no deja de ser significativo el que aparezca tanto en la primera como en la última viñeta- acabe sugiriendo lo siguiente: que la acción de la trama ha descarrilado como intento de composición "en los términos de la Historia universal" de una epopeya heroica –la epopeya secreta de Ozimandias- y vuelve a situarse, en su conjunto, en la frontera de la cómico, en un punto indeciso entre el éxito de los actos de los personajes y su cancelación cómica, localizado entre -decíamos en el párrafo anterior [véase el final de “El abismo te devuelve la mirada”]- "la casualidad y lo intencionado, la esfera del azar y la de lo abiertamente significativo".


[Consideraciones generales sobre la risa como forma expresiva (orgánica) del sentido. Los dos tipos de gags.]


(…) Entonces, ¿cómo se produce la risa, sea ante una situación impremeditadamente cómica o ante una actuación que busca producirla? ¿Cómo dar reglas para que todos puedan preparar, cuando les venga en gana, un buen gag o inventar un buen chiste? ¿Qué reglas deben confirmarse para que se produzca, aunque nadie tome parte en eso a conciencia, una situación cómica? No hay manera de producir la risa ateniéndose a reglas, justamente porque la inflación que la desata sólo se da cuando falla en el entendimiento de los hechos el recurso a las reglas de lo cotidiano, que normalmente con éxito, nos adelantan el sentido de la situación de la que participamos -acaso a título de mero espectador. Frente a lo cotidiano, las comprensiones y las expresiones de lo engañoso y lo cómico pueden funcionar sólo como casos límite, al modo de excepciones "que confirman la regla" o rupturas que no se podrían producir cuando todo intentase pasar por engañoso o por gracioso. (…)

Es en las afueras de lo cotidiano donde brota lo cómico, y es también en esas afueras donde se abre la posibilidad de un riesgo y de la intervención heroica en la acción; tanto en la producción de lo cómico como en la intervención heroica, el desarrollo de la situación da un timonazo que la lleva a resolverse en contra de lo que era, en su primer rumbo, anticipable. Suspenderse la comprensión de una situación y anularse su sentido, esto es, dejarse ésta invadir por lo absurdo de los acontecimientos, tiene mucho que ver con la risa, aunque no puedan coincidir siempre lo absurdo y lo gracioso. Ante situaciones graciosas que se preparan impremeditadamente, como también ante el gag o el chiste, la tensión por resolver una comprensión de los hechos se genera, en principio, del mismo modo en que se genera ante una situación cotidiana: intentando situarse en la figura de sentido que "envuelve" la situación y que ofrece, por así decirlo, la clave de su desarrollo. (…) El engaño y el gag se preparan siempre como "traiciones" al desarrollo regular de los acontecimientos. Del mismo modo que en la lucha una finta surte su efecto engañoso valiéndose de la figura de la maniobra que defrauda, el golpe cómico originario requiere del abandono, voluntario o involuntario, de la figura de sentido que se estaba haciendo presente en la situación. Al cumplirse un engaño vulgar, cuando ya se nos ha dado "gato por liebre", es difícil evitar que en la propia situación no comparezca, bajo los escombros del sentido aparente que acaba de volar por los aires, el que nos había sido encubierto por el defraudador: ¿ocurrirá lo mismo en el gag cómico? Quizás lo propio de lo cómico consista en asegurar que, tras su manifestación en la risa que corona el golpe y delata la naturaleza de la situación, no quede ningún sentido no-fingido en la situación que pueda ser recuperado: lo cómico se da por sí mismo, y se entiende por sí mismo, sin necesidad de una "finalidad más allá". Ante los cómico, no es necesario el "¿y a qué viene eso?". Eso apartaría lo gracioso del engaño y del mero fracaso de la acción, que nunca dejan de tener un término a la vista, aunque éste haya quedado de salida encubierto o finalmente desplazado.

La risa no culmina tampoco la situación ante el mero fracaso del propósito que confería su figura de sentido manifiesta a las conductas de las que estábamos siendo testigos: de otra forma, cualquier fracaso en la ejecución de una maniobra complicada del que seamos espectadores podría movernos a risa. En el circo, los intentos incumplidos de los trapecistas no se confunden, en general, con la actuación de los payasos. La risa toma la situación exclusivamente cuando esta última se ha resuelto de tal manera en los hechos que ha autoanulado su propio sentido, rompiendo la figura de buen éxito que se habían imprimido ellos mismos y, por así decirlo, tragándose su propia secuencia, como la serpiente ouroboros. Es entonces cuando la comprensión, ateniéndose a la autocancelación de la situación dada, no puede proseguir: su exceso de sentido acumulado, un sobrante orgánico de finalidad con el que no puede hacer nada y que ya no puede ser depuesto en la situación misma en que se había producido, acaba expulsado por medio de la risa, merced a cuya liberación la comprensión vuelve a estar como si nada hubiese sucedido. En la risa, como en el juego, el cuerpo viviente del hombre encuentra el gozo de la función (la del comprender y expresar) por la función misma, a pesar de que sus despliegues de fuerzas vitales no lleven a ningún lado: ambos, la risa y el juego, son casos de un desequilibrio corporal benigno en cuya producción y posterior desalojo las funciones expresivas y conductuales no ganan ni pierden nada, más allá del recreo y la alegría tonificadora que obtienen de su haber tratado con lo excepcional, o por medio de su capacidad de recobrarse finalmente para lo habitual.

En resumen: podemos afirmar que la resolución cómica de una situación se funda, frente al engaño o el mero fracaso, en la autosupresión, iniciada y culminada en la lógica de la situación misma, del que era su sentido patente. Cómo invocar esta autosupresión en una concreta situación no es anticipable en regla alguna, sino que, como la corona del héroe que salva la situación, responde sólo a lo pasajero de la ocasión; pero, en general, cuando encontramos a alguien que, intencionadamente o no, ha ocupado a la sazón la figura del gracioso, reconocemos en él un saber encajar su acción o sus palabras en la situación dada: encajar no de cualquier manera ni para el éxito, sino de modo que, recogiendo el impulso del sentido que la situación misma estaba desplegando, su intervención como gracioso, por sus dichos o hechos, pueda darle un giro tras el cual la propia situación, que sigue avanzando, naufrague y desaparezca en sí misma, como si el después del golpe cómico encajado hubiese recaído sobre el antes, brotando de él con toda naturalidad y, al mismo tiempo, frenándolo, reduciendo la dirección del conjunto a un cero, a un equilibrio dinámico entre dos fuerzas que, dentro de la misma unidad, se contraponen, resultando en una nada. La risa ofrecería, en el orden de las fuerzas vitales de la comprensión, una fuga por la que dichas fuerzas quedarían anuladas, persiguiendo el desalojo de sentido que tiene lugar, merced a un golpe súbito y certero, en la situación cómica.

De aquí que, si toda risa acompaña esencialmente a un balanceo indeciso de la situación entre la abierta significatividad y el ocurrir desprovista de significado, volvamos a tener que caracterizar el ámbito de lo cómico como una "tierra de nadie" que se extiende en la división de dos esferas: la de los acontecimientos comprensibles que se constituyen de inmediato en torno a propósitos y fines asociados a conductas de personajes representados o seres vivientes, y la de los hechos explicables que no responden a finalidad y se determinan según relaciones causales rígidas, mecánicas. Aunque no sean éstas dos esferas perfectas, incomunicadas e independientes, valdrá la distinción.
Para hacer más claro esto, proponemos imaginar una línea con dos extremos: en el primer extremo, tendríamos el caso ejemplar de una acción exitosa, en la que identificamos a un agente animado con voluntad, siendo posible entender -al menos parcialmente- cuáles son sus propósitos cuando éste, ante la situación que lo rodea, opta por una vía de acción entre muchas con un margen de variación amplio; por medio de esas operaciones intermedias el agente, sorteando los escollos, logra el fin propuesto: el héroe, haciéndose camino en medio de aventuras y resolviéndolas a su conveniencia mediante acciones bien encajadas, llega a recoger finalmente el premio del gobierno de un reino o la conquista de un gran poder. Si este caso se sitúa en un extremo de la línea, en el otro debemos localizar toda la sucesión de cambio según leyes de los fenómenos que pertenecen a las explicaciones de las diferentes ciencias físico-naturales, en las que esos cambios se presentan y manejan como determinados necesariamente por factores dados, exentos de relaciones de intencionalidad, propósito o búsqueda de un fin que puedan cumplirse o fallar: comprender, en ese caso, está rigurosamente de más, porque no hay un sentido que trazar como "figura de acabamiento" de la situación. A la misma distancia de ambos extremos del segmento –el heroico y el mecánico-, en esa indecisión del "sentido autoanulado" de la que hablábamos, se halla el pozo de lo cómico, en el cual caen, desde un lado, las acciones que acaban, por efecto de un oportuno resbalón (por lo general nunca premeditado, aunque muchas veces fingido con gracia) en la autosupresión de su sentido, y desde el otro lado, las sucesiones de fenómenos mecánicos que, de casualidad, llevan a la producción ciega de un resultado que, por su adecuación a la situación, se hubiese dicho exitoso, de haber sido conducida su producción por un agente en lugar de ser ciega: ¿no es éste el tipo al que responde la oportuna aparición de la sonrisa en el cráter marciano en el capítulo IX de Watchmen?


Para volver de inmediato sobre ello, seamos ahora más breves en nuestra conclusión: las situaciones cómicas suponen un juego de intercambio de papeles, voluntario o no, entre el genuino agente y el movimiento indeliberado –“automático”, "espontáneo", por la raíz griega de la palabra- que lo suplanta, entre las potencias del héroe y los resortes de la casualidad. El héroe es, desde siempre, aquel más capaz de salir airoso de la acción y conducirla para su éxito mediante intervenciones dotadas de propósito, sean cuales sean las dificultades y a pesar de los contratiempos, acertando con su flecha justo allí donde puede decidir la situación; el autómata es capaz de lograr con sus movimientos mecánicos los mismos resultados que éste sin que, en ningún momento (nota 2), tome él parte en alguna acción o propósito; igualmente, quien, a sabiendas o no de lo que hace y de cómo lo hace, deja obrar sobre sí ambos papeles al mismo tiempo, es el gracioso; y para desgracia del héroe, es posible que las casualidades pesen en el desenlace de la historia en que tiene que actuar más que la dirección que él hubiese pretendido dar a los hechos mediante sus acciones. Como veremos cuando hablemos sobre Adrian Veidt, no siempre aquel que quisiera hacerse con el título de héroe logra imponer el sentido de sus acciones a la lógica de la historia en la que toma parte.


Notas.
(1) Aquí "comprensión" no hace referencia a ningún afecto de empatía psicológica, al menos inicialmente. Nos interesa aquí la comprensión como acto orgánico de aprehensión de sentido en las acciones de otros seres humanos o incluso en la conducta propositiva de los animales; en esta acepción, tiene mucho que ver también con la comprensión tácita en la que nos movemos, a muy diferentes niveles, cuando nos conducimos de determinado modo ante las cosas que forman parte de nuestro mundo, atendiendo a su utilidad sin reparar en ellas, o cuando conocemos algo sobre el estado de salud o los apetitos de un ser vivo por medio de sus expresiones. También en los animales superiores puede hablarse de una comprensión y una comunicación inarticuladas: presa y depredador "se entienden" cuando el uno se adelanta a los fines del otro. En un nivel específicamente humano, la comprensión se da también en torno del lenguaje articulado, escrito o hablado, y exige nuevos modos de hacer frente a la situación en torno, como en el caso del niño que aprende a ser espectador de una obra de teatro o a seguir un concierto en silencio; pero tiene en común con los otros niveles el desenvolverse en función de una figura de sentido, que no es meramente "psíquica", sino que está dada y complicada en las cosas o figuras mundanas, tal como se aparecen a los seres vivos que desempeñan algún tipo de conocimiento en su conducta. Por supuesto, la comprensión humana, dada en función de instituciones y normas, se abre a modos de participación "hermenéuticos" que quedan fuera del conocimiento sensorio-motriz propio de los aprendizajes animales.

(2) Para detenerse en este asunto del intercambio de papeles entre el autómata y el agente racional, desde una perspectiva académica en la tradición de la filosofía de Kant, pueden consultar el artículo "La máquina, la risa y la venganza del accidente", de la profesora de la Universidad Complutense Nuria Sánchez Madrid.

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (I)


[Un gag del tipo I: la acción se estrella contra lo casual y lo no-deliberado. La escena del sorteo en El gran dictador de Charlie Chaplin.]

Pero señalemos un ejemplo de alguno de estos dos casos de confusión, según la medida del resultado, de la acción del héroe con la secuencia del mecanismo [gag del tipo I], o al revés, del suceso rígido de los movimientos con los actos deliberados [tipo II]. Fue revisando una escena de la película El gran dictador de Charlie Chaplin cuando se me antojó necesario insertar en este ensayo un excurso sobre la sorprendente convergencia entre, por un lado, el asombro ante lo heroico y, por otro lado, la carcajada que responde al golpe cómico: el examen de eso es pertinente en estas páginas porque precisamente la trama de Watchmen acaba forzando una convergencia semejante, cuando la “mayor broma de la historia” –el fingido ataque alienígena sobre Nueva York-, que oculta ante todas las miradas el triunfo heroico de Ozimandias, termina por convertirse en una broma -una "broma del Cielo"- para él mismo: pues Veidt, al preparar y ejecutar esa “intervención heroica”, ha caído en el engaño en que, apretado por la desconfianza y la desesperación, se condena el náufrago de los Relatos del Navío Negro: entendiendo que los piratas ya han alcanzado su hogar y le han arrebatado a su mujer y sus hijas, se hace merecedor, por su propia mano, de unirse a la horrorosa tripulación infernal. ¿No es esto tema para una comedia teológica del siglo XVII, a saber: El condenado por desconfiado?

El gag que se desarrolla en la escena de El gran dictador que ahora nos interesa puede responder al primer tipo que hemos diferenciado al abrir el epígrafe. El barbero interpretado por Chaplin y otros cuatro hombres del guetto judío tienen que jugarse a las suertes quién será, de entre ellos, el hombre que volará el palacio del dictador Hynkel, "entregando su vida heroicamente por la causa de la libertad". Confiando en el sentido del honor de los cinco hombres, el sorteo se plantea de una manera excesivamente ceremoniosa y sin testigos, celebrándose a puerta cerrada. Los cinco participantes se sientan a una mesa larga en la que se les servirán a las suertes cinco raciones de pudin, de las cuales sólo una esconderá una moneda de oro: quien descubra esa moneda dentro de su ración tendrá el honor de ejecutar el magnicidio. Burlando las instrucciones del juez del sorteo, la novia del barbero ha decidido sabotear la ceremonia y evitar la continuación de la conjura, colocando una moneda en cada ración; esto no lo saben ni el juez del sorteo ni ninguno de los cinco que se sientan a la mesa. Tan pronto comienza el reparto de los cinco pedazos, queda claro que los participantes, incluido el personaje de Chaplin, van a hacer todo lo que esté en su mano por esquivar la moneda de oro; nosotros, los espectadores, sabemos además que el conjunto de la situación, pese a las acciones de sus agentes, sólo puede evolucionar hacia la anulación del sentido de la intervención de los cinco comensales.

Sin articular palabra, el actor nos hace entender que, junto a la cucharada de pastel, el barbero judío se ha llevado a la boca una segunda -e inesperada- moneda. Al representar con maestría el gesto espontáneo del gracioso, el actor asume que, como comediante profesional, sólo puede ser gracioso si se hace pasar por alguien que no pretende serlo, o si deja de ser actor, y se deja llevar por la casualidad, aproximándose en sus gestos al autómata. No en vano, la palabra española "autómata" procede del término griego para “espontáneo“, o “lo que se produce por sí mismo, sin necesidad o posibilidad de que la deliberación lo evite o lo conduzca, pero de manera que el resultado le resulte significativo“. Así es en la expresión “autómatos bíos" [la vida espontánea del mundo primitivo] ; en esa misma medida, significa para el griego “lo casual“. Por esto, el significado traslaticio de “autómata“ como una máquina con aspecto y movimientos significativos -que imitan lo orgánico- pero faltos de saber. Esto nos confirma lo que aquí decimos: que el gesto y algunos movimientos del gracioso lo son precisamente porque tienen lugar sin saber o como faltos de un saber - un saber cómo producirlos.


En la segunda cucharada de pudin, Chaplin, que se sienta en el centro de la mesa, descubre una moneda en su pastel; aprovechando que nadie más la ha visto, decide tragársela con el dulce, facilitándose la deglución con un trago de agua. Tras ejecutar con éxito esa maniobra deliberada el barbero cree poder darse por salvo y baja la guardia: no sabe que, al tiempo que él descubría su moneda, tres de los otros cuatro conspiradores han descubierto las monedas ocultas en sus respectivos pedazos; por supuesto, cada uno de esos tres se las arreglará, a su vez, para que la moneda que le ha tocado recibir acabe en el plato del comensal que se sienta más cerca. Aprovechando que Chaplin ha perdido de vista su plato al girarse para coger un azucarero, una mano rápida coloca en su ración de pudin otra de las monedas aparecidas: en ese primer momento del gag la acción de hacer desaparecer la moneda discretamente, que engarzaba en la situación según los propósitos del barbero, se ha visto reducida a nada en sus resultados por la misma continuación del sorteo y la picaresca de los otros judíos –a su vez, cómica, y no nada heroica. Cuando el barbero vuelve a hundir su cuchara en la golosina y encuentra una segunda moneda, el gesto de sorpresa que acude a la cara del personaje impone ya una inversión de su papel: deja de ser momentáneamente el tramposo que saldría exitoso del lance, manejando los acontecimientos a su favor, y se aproxima por su mueca, que lo marca con la expresión "automática" –en su primer sentido de “espontánea”- de la sorpresa, a la condición de gracioso: su oportuno disimulo ha quedado anulado por la aparición igualmente oportuna de una segunda moneda. De nuevo, el personaje ingiere la moneda con una cucharada de pudin, reponiendo su propósito del golpe que le da el giro inesperado de la situación. Pero no es aquí donde culmina el gag: el sorteo continúa y otras dos nuevas monedas acaban en el plato del barbero, que les dará el mismo expediente que a las otras dos. El gag se hace con el conjunto de la situación cuando el único participante que había respetado el planteamiento del sorteo se levanta con solemnidad de su asiento tras descubrir la moneda de su plato y anuncia: "-Señores, la moneda estaba en mi plato”. Todos callan con gravedad; un instante después, la cámara nos muestra un plano medio del barbero, quien acaba de interrumpir el silencio con un involuntario ataque de hipo y que, en sucesivos golpes, escupirá una a una las cuatro monedas que se había guardado en el estómago; las escupe, obligado a ello por un acto reflejo que, en tanto inevitable, lo aproxima al autómata y pone su actuación en manos del casualmente oportuno hipo: un autómata que nunca fue, pero al que queda reducido en tanto es incapaz de evitar que ese oportuno pero casual ataque de hipo que le sobreviene anule todo el sentido de su actuación durante la preparación del gag.


Como gracioso, este barbero/Charlot ha permitido la aparición del golpe cómico a costa del sentido de su acción, de sus tretas; de cara a la producción de la risa, es indiferente que el golpe cómico haya sido fingido o no, actuado o directamente participado o padecido, mientras no haya sobreactuación. Si ya lo cómico se sitúa sobre una indiferenciación de lo intencionado y lo casual, la figura del gracioso no está esencialmente unida a un serlo a sabiendas y con cálculo. Por efecto del golpe, toda la situación inicial del sorteo y los actos mismos del gracioso acaban, en lo que toca a su resultados, anulados por su propio desarrollo conjunto; en cierto modo, la escena no ha cumplido con el sentido ante el que se le quería hacer responder; al mismo tiempo que el sorteo nunca ha dejado de tener lugar, no ha terminado como ninguna de las partes lo esperaba hacer terminar, conduciéndolo con la mediación de sus actos. Al final de la escena, anulado el inane sorteo, todo queda como si no hubiese sucedido nada; y -desde cierto punto de vista, que es el de la calidad heroica del relato- nada aportaría la escena al conjunto de la historia de no ser por la risa inevitable que corona la situación.


A los ojos del héroe, el conjunto de esta escena del sorteo ha resultado en una "pérdida de tiempo": no "renta" nada en lo que toca a la posible preparación del gran gesto heroico de "liberar Tomania del dictador Hynkel". Pero, ¿y si por su propio desarrollo, y precisamente por no conducir éste a ningún clímax posterior y autocancelarse en lo cómico, valiese la pena participar de dicha peripecia, incluso cuando sus "dividendos heroicos" fuesen nulos? Baste -y sobre- con lo gracioso, que ya habrá salvadores del mundo.

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (II)

[Un ejemplo de gag tipo II: la casualidad toma el papel de la intervención heroica -deliberada. La escena del columpio en El jovencito Frankenstein de Mel Brooks.]

Para ofrecer un ejemplo que se ajuste mejor al segundo tipo de gag que señalábamos al comienzo del punto anterior, remito al lector a la comedia de Mel Brooks El jovencito Frankenstein (The young Frankenstein, 1974). Fijémonos en esta situación: tras escapar el monstruo del castillo del moderno Prometeo, dos escenas que se están desarrollando simultáneamente, una en el patio anejo a una casa de labradores y otra en las habitaciones de ésta, convergen de casualidad y se resuelven de modo tan feliz que, en ese su cruce afortunado, nos invitan a pensar que la intervención de un héroe en ellas no podría, desde luego, haberles garantizado mejor desenlace que el que les proporcionó la entrada en escena de la casualidad -que, a fin de cuentas, no es más que un ente de razón.


El gag al que nos referimos se prepara como sigue: el monstruo compuesto por el joven doctor Frankenstein ha escapado ya de su encierro en el castillo y anda rondando las afueras del pueblo cercano; la voz de alarma ha llegado a los vecinos del lugar, que se han determinado a hacerse fuertes en sus respectivas casas bloqueando puertas y ventanas para resistir ante los accesos furiosos del cuerpo reanimado por el arte. En el interior de una de esas casas de labradores se ve a un matrimonio joven que acaba de asegurar ya contraventanas y cerrojos, y que hace los últimos arreglos sobre la puerta de la casa, atrancada con algunos travesaños de madera; mientras tanto, en el jardín de la casa, una niña que debe de ser su hija se entrega cantarina a sus juegos: sus padres no han caído en la cuenta de que se les ha quedado al otro lado de la puerta que tan apresuradamente han reforzado. Salido de entre los árboles, el monstruo de Frankenstein se encuentra con la niña en el patio: se trata de un hombre de gran talla, con un gran costurón alrededor de su cráneo y que, pese a su semblanza terrible, va desgarbado de andares, como un infante que da sus primeros pasos: es, sin duda, un incapaz de acción, un viviente en el que pesa más el movimiento espontáneo que la acción deliberada. Éste observa con gesto de sorpresa a la niña; aunque aturdida, ella le invita a compartir sus juegos, y el cándido monstruo, aceptando, se sonríe torpemente.
Mientras tanto, dentro de la casa el matrimonio ha empezado a echar de menos a la niña, y antes de creerla en el patio, la pareja de labradores comienza a buscarla y llamarla en el interior de la casa; al comprobar que no está distraída en ninguna habitación del piso de abajo, no se demoran en subir a buscarla en los cuartos superiores. De nuevo, se nos presenta la escena del exterior: la niña y el monstruo se sientan sobre los extremos de un balancín del parque, impulsándose de modo que se hacen subir y bajar el uno al otro alternadamente; en la casa, los padres suben muy a prisa la escalera hacia la habitación de la niña y están a punto de abrir la puerta. Al tiempo que ellos echan mano sobre el picaporte, el movimiento del balancín en el parque se interrumpe: el monstruo, llevado por el gozo del juego, se pone en pie, permitiendo que el extremo sobre el que se sienta su compañera de juegos repose en el suelo; de súbito, deja caer todo su peso sobre su asiento del balancín, haciendo que, para su sorpresa, la niña salga disparada como un proyectil de catapulta desde el otro extremo, sin rumbo claro. La cámara regresa al interior de la casa y nos muestra un cuarto infantil en el que una blanda cama, descubierta ya, se extiende frente a nosotros; por la ventana de la habitación, que había quedado abierta, la niña entra volando, cayendo tendida sobre la cama y de tal suerte que, del propio ímpetu del aterrizaje, las sábanas acaban cubriéndola como si alguien se hubiese ocupado de acostarla; la puerta del cuarto se abre y entra la pareja de labradores en el cuarto, encontrando a la niña ya echada y arropada en la paz del lecho: "-¡Mi niña!".

De esta manera, el gag se ha desatado merced a la torpeza del monstruo y se ha apropiado del conjunto la escena, más allá de la función y la intención de éste como gracioso; al resolverse la situación felizmente, la casualidad ha ocupado, de derecho, el lugar de cualquier héroe -enmascarado o no, "profesional" o espontáneo- que hubiese querido producir deliberadamente una resolución semejante de la situación. El carácter impremeditado del lanzamiento de la niña hasta su cama, durante el cual ésta se ha convertido en peso inerte, ha quedado compensado -y, respecto del espectador, recíprocamente anulado- por la posterior ganancia de sentido del accidente que causó su vuelo, sujeto a tan oportuna trayectoria; ante el conjunto del gag, ante el todo en que se acoplan el antes y el después del golpe cómico, la comprensión del espectador cae en ese umbral de la indecisión del que venimos hablando. Si en algún momento el monstruo hubiese dado muestras de proponerse lograr dicho desenlace y medir con vistas a él su caída sobre el balancín, el éxito de su acción estaría recibiendo nuestro aplauso, como lo recibiría la intervención de un héroe: pero aquí la acción (deliberada) no ha tenido nada que ver y, en su sentido más riguroso, tampoco se ha asomado a la situación. Consecuentemente con esto, la risa, y no la admiración o el espanto, ha impuesto su sello en el entendimiento de los hechos: la casualidad ha hecho sobrante la intervención de cualquier (super)héroe: el transcurso de la situación es suficiente a dar lugar a tan buen desenlace, porque el monstruo no es nunca tan malo como parece.

La casualidad -que, como decíamos, no es apenas nada, y que, a diferencia de la acción, tampoco es, desde luego, un principio, más allá del discurso que sobre ella hacemos- nos sorprende de nuevo: mucho tiempo después de escribir y descartar la publicación de estos epígrafes, damos con el pretexto para ponernos a redactarlos. Si ya era sorprendente descubrir que un monumental reloj "casi a las doce menos cinco" aparecía en El gran dictador -recuerden nuestro "Pasatiempo a partir de una casualidad"-, no lo será menos el comprobar que, al final de El jovencito Frankenstein, el monstruo, luciendo frac, sazona su nuevo papel de bailarín prendiendo una insignia en la solapa de su traje: en ésta se reconoce una sonrisita esquemática.

La risa y la caída del héroe ante la casualidad (III)

[La gran intervención heroica de Ozimandias y su anulación cómica]

Detenidos ante esta posibilidad de que la casualidad tome el lugar del héroe, damos un paso atrás y preguntamos: ¿casualidad o Providencia de un Dios que interviene puntualmente para asegurar la felicidad de los justos también en este mundo? (A fin de cuentas, tanto la casualidad como la Providencia son, cada una a su modo, distinciones de razón.) La respuesta que demos a dicha cuestión decidirá una interpretación tácita del conjunto de la situación: ¿resulta este conjunto en la producción de la risa en nosotros o más bien debe corresponderle un agradecimiento? (…) La sucesión oportuna de las diez plagas de Egipto que se refiere en el libro bíblico del Éxodo se tomó en su momento como obra ordenada de una voluntad todopoderosa que, interpelada por la desgracia del que había de ser su pueblo, le asistía para que pudiese enfrentar una empresa justa: salir al desierto para orar allí a Yavé, libre del yugo del Faraón –posiblemente y para mayor inquietud de los lectores, Ramsés II, es decir, Ozimandias. ¿Por qué no limitarse a reconocer en la concentración de esos fenómenos naturales una afortunada serie de casualidades? Nosotros tenemos que preguntar desde nuestro tiempo: ¿dónde, en los acontecimientos mismos, se encontraba el sello visible de dicha voluntad? ¿Qué signo manifiesto a los sentidos -o mejor, que símbolo- había impreso Dios sobre esos acontecimientos al objeto de manifestar por medio de ellos tanto su potencia como su propósito, "firmando" los fenómenos naturales a título de Creador y facilitando, por así decir, que pudiesen tomarse como producto de su voluntad? ¿Por qué los hebreos no se encontraron en la indecisión que, dejándonos sólo una disyunción -casualidad o Providencia- nos detiene ante la sonrisa impresa sobre la superficie marciana? Pero, igualmente: ¿acaso algún lector se ha inclinado resueltamente por la risa ante el hallazgo del sello de la sonrisa impreso sobre la superficie marciana, descartando cualquier otra salida de modo resuelto? (…) ¿Acaso alguien es capaz de zafarse del juego de sugerencias en que nos introducen las viñetas de Watchmen cuando, de nuevo, la sonrisita esquemática amarilla acompaña la casual recuperación del diario de Rorschach en la última página de la obra, anunciando la posible anulación (cómica) de la “intervención heroica” de Ozimandias sobre el escenario del mundo -quizás, no tan terrible como lo pintan- en que parece inevitable la III Guerra Mundial? (…)


Antecedente del gran gag que se va preparando desde la primera a la última página de Watchmen: el asesinato de E. Blake deja, como testigo, una sonrisita amarilla manchada de sangre.


(…) El lugar del gran héroe, el capaz e incansable valedor de los justos, queda ocupado por algo o alguien en las páginas de Watchmen: bien por una casualidad favorable, bien por un Dios providente que no ha abandonado el mundo, como dicen sus personajes que ha hecho –pues, pese a lo que digan sus personajes sobre la falta de Dios en el mundo, Watchmen juega a no comprometerse con ninguna de las tesis de esa disyuntiva, desarrollando un juego de sugestión e indecisión que es el principal motor de su gran “ambigüedad”. De ese modo la trama de la obra desaloja de sí a cualquier aspirante a (super)héroe. Pero lo más prudente será que respetemos el texto y no nos decidamos sobre la disyuntiva. (…)

Cuando el héroe enmascarado o los superpoderes del superhéroe están de sobra en la dirección de la trama y la disposición de los acontecimientos, todavía éstas parecen dejar un lugar vacío tras de sí. ¿A quién corresponde ocupar ocupar ese lugar, si ya el superhéroe ha quedado expulsado de antemano de él? Allí donde el Dr. Manhattan pregunta "¿quién crea el mundo?" [IV, 27], nosotros preguntamos: "¿alguien dispone la trama de Watchmen para que en ésta se produzca, como en un gag, la serie de acontecimientos que convergen en el resultado final?" (…)

(…) Toda la empresa aventurera de Veidt consiste en suplir, coronándose como un Ozimandias pagano, el lugar vacío de un Dios, para apropiarse de esa divinidad vacía para sí mismo, todavía mortal pero transformado por su propia labor y su voluntad en alguien intercambiable con el (super)héroe contemporáneo: quien evite la “desaparición (nuclear) del mundo” habrá hecho tanto como el Relojero que mantiene el movimiento de las piezas del cosmos-reloj, donándolo al hombre.

Las potencias de Veidt como Ozimandias son, desde luego, algo más que "humanas", porque fueron alcanzadas rechazando todo entendimiento de los "límites humanos" insertos en un concepto mediano del hombre: el hombre puede ser divinizado y redimido de los males de la historia por el nuevo hombre, sin necesidad de la Gracia de un Dios que lo ame infinitamente y lo favorezca, manteniendo el mundo en marcha. La invitación "transfórmate con el método Veidt" [véase su perífrasis en la publicidad de la contraportada de un número de Relatos del Navío Negro en XII, 1] es mucho más que un reclamo publicitario: es un imperativo aparecido durante la ocupación por asalto del lugar de la divinidad, que ahora se dirige a la nueva Humanidad. Su atrevimiento tiene un ejemplo olvidado en la transgresión de Prometeo, consumada por el titán al ceder éste a los mortales el fuego y la luz de los inmortales [véase el lema del cartel de la compañía de taxis en XII, 5]; y al contrario que en el antiguo ejemplo de Prometeo, ninguna justicia más alta amenaza ahora, en el mundo sin dioses, con imponer al transgresor su castigo: ¿cómo no robar el fuego divino dejado por los dioses en retirada, si ya no parece quedar quien lo pueda reclamar?

Sin embargo, se devuelve a Veidt su atrevimiento a través de la pena trágica de quedar envuelto, como el náufrago, en el reflejo monstruoso de su propia aspiración [XII, 27]; al querer traspasar el umbral que lo separa de un Ozimandias legendario y fundirse con él en su propia leyenda, el hombre real, que por destino, sólo puede disfrazarse del Ozimandias incorruptible, ejecuta una gran acción heroica contra todo límite que finalmente lo sume, en tanto mortal expuesto a la mirada de otros mortales, en la pena del infierno. De esta manera se cumple, de nuevo, la "terrible simetría": transgresión-castigo. Pero, ¿se trata esto de un castigo por parte de un Dios, o sólo por parte de un sino ciego que lo alcanza con la visión del náufrago enloquecido, al que únicamente le queda sumarse al horror del Navío Negro? Baste mantener abierta la pregunta, sin poner nosotros mismos a un Dios -o a un superhéroe más poderoso que el propio Veidt que haga las veces de ese Dios- que pueda dictar y ejecutar la sentencia. No será otro héroe enmascarado quien haya estado vigilando al transgresor y pueda ahora garantizar, desde la fuerza, la condena del "vigilante". El "¿quién vigila a los vigilantes?" debe quedarse en su pregunta. ¿O quizás es eso imposible, y para que la pregunta tenga sentido hay que decir, al mismo tiempo que ocultar que se dice, que el Dios gobierna el mundo, y vigila a los vigilantes? ¿No será que tanto nosotros como el señor Alan Moore, por más que todos nos disfracemos de druidas, hemos sido incapaces de abandonar la esperanza en el Dios que sí interviene en el mundo, el Dios que permite que los males y las humanas miserias se hagan soportables?

Si en esta viñeta culmina el chiste -o broma- que alguien -el autor, disfrazado de sino- venía preparándole a Veidt desde el planteamiento de la situación dramática en la primera página -un gag que quizás va cobrando forma sólo de casualidad- entonces podemos preguntar: ¿responderá la "gran intervención heroica" de Veidt en la escena del mundo nuclear a la misma condición a la que cualquier acto del gracioso ha de responder durante la prparación del gag? Es decir: ¿gozará su "conquista de los males del Hombre", su "desanudar el nudo gordiano" de algún efecto más allá del que tiene la actuación del gracioso, cuando -decíamos más arriba- ésta se autocancela y pierde toda transcendencia?

domingo, 17 de enero de 2010

Superhéroes, Teodicea y el 11-S (extractos)

[Los superhéroes ante el 11-S. El problema de la Teodicea.]

(...) En estos tiempos, ¿cuáles son los compromisos del Dios nacional? Tras los terribles atentados "contra los ateos y contra el Diablo" del 11 de septiembre de 2001, el Gobierno de los Estados Unidos puso en marcha una operación militar llamada en principio "Justicia Infinita", por sinonimia con "Justicia Divina" -está claro que sólo un Dios (americano, por exclusión del Dios de los terroristas, que era el islámico) podía estar detrás de una "Justicia Infinita". El presidente George Bush II llamó a sus aliados a una "cruzada contra el terrorismo", dejando entender que se refería al terrorismo organizado como guerra santa; en otros tiempos, convocar las cruzadas era potestad del Papa. ¿Era esto una nueva expresión del "conflicto de las interpretaciones" que debía resolverse mediante el "diálogo"? En este caso, cada parte sabía de antemano o bien quiénes eran los inicuos o bien quiénes eran los ateos, y obraba en la convicción de estar siendo asistida por un Dios. La Justicia de Dios, en lugar de presentarse de modo prodigioso -como durante el azote de las Diez Plagas sobre Egipto-, se expresó guiando las armas norteamericanas hasta sus objetivos de guerra. Por cuestiones de "respeto a la sensibilidad musulmana", esto es, para evitar anunciar esta guerra del Dios americano como una primera batalla contra el conjunto de los musulmanes, incluidos los musulmanes norteamericanos -quienes, a su vez, alegaron muy lúcidamente que sólo Dios, el Alá musulmán, era capaz de impartir una "Justicia Infinita"-, el nombre de la operación militar se cambió, a los pocos días de su anuncio, por el de "Libertad Duradera". De esa manera, la diplomacia y las "relaciones públicas" deshicieron el "malentendido".

¿Es frívolo haber hablado en estos términos de semejantes hechos sólo con un propósito expositivo, o ya el "malentendido" mencionado había frivolizado por sí solo toda la situación? En un tiempo en el que los cómics de superhéroes pueden mostrar a su público a un Spiderman que vaga compungido entre los escombros humeantes de las torres del Centro Mundial de Comercio (World Trade Center), resulta muy difícil frivolizar con frescura. Por supuesto, un cómic tal fue dibujado, impreso y distribuido atléticamente [nota 1], y hemos de suponer que se publicó con el propósito benévolo de encomiar las personas de quienes arriesgaron y hasta perdieron su vida al auxiliar a compañeros y desconocidos durante la evacuación de los dos rascacielos atacados en Nueva York.

La valentía de éstos habló ante los propios autores/lectores del cómic más que ningún episodio dibujado de las acciones superheroicas, dejando lugar a una equívoca moraleja final en las últimas páginas del número: en esa ocasión, los héroes no habían actuado bajo ningún antifaz o auxiliados por poderes extraordinarios, sino que vestían trajes corrientes o iban uniformados, desempeñando durante el rescate quehaceres que nada tenían que ver con los vuelos de los superhéroes. Pero, ¿por qué permitirnos honrar a estas personas con el título de "(super)héroe", cuando los héroes, que son esencialmente ficticios o legendarios -incluso cuando estén inspirados por el relato de episodios históricos-, jamás han tenido que arriesgar tanto como ellos? ¿Qué derecho tenemos a hablar según una medida moral tomada de la ficción para sentenciar con ella sobre el mundo histórico en que estamos inmersos, si es ganar referencias morales lo que pretendemos y no más bien generar literatura de ficción? Ya hemos visto más arriba cómo los superhéroes, escapando de las páginas de los cómics, quedan deformados en su entraña, rechazados y negados en sus aspectos ficticios esenciales hasta que de ellos sólo permanece el disfraz: los disfraces de los Minutemen y los otros "superhéroes" de Watchmen. ¿Por qué insistir en el reverso de ese mismo equívoco y aplanar el mundo histórico al objeto de que éste y sus personas se encierren en los límites del género de discurso superheroico? (...)



A lo largo de su impertinente y tardío paseo entre las ruinas de las Torres Gemelas, el asombro de Spiderman, quien propiamente está de más en la situación, es interrumpido por la pregunta de un hombre en uniforme de bombero, que se dirige a él con severidad: "-¿Dónde estabais [los superhéroes]?"; el enmascarado cree justificarse con otra pregunta: "-¿Cómo íbamos a saberlo? ¿Cómo podíamos imaginarlo?". Reflexionando sobre esto, encontramos que la aparente pregunta del bombero ficticio es ya una respuesta a una segunda pregunta, y que en realidad vuelve a justificar en algún grado la presencia tardía del enmascarado: no está de más que encontremos ahora a alguien que reúna sobre su persona poderes que le hubiesen hecho capaz de evitar los atentados paseando entre las ruinas porque, al menos tarde, ha llegado al lugar donde se le requería. Con su reproche, el bombero ficticio vuelve a restaurar y reservar el lugar vacío de un milagroso agente de la Justicia a beneficio de los superhéroes, que en esta ocasión, -afirma- no han alcanzado a intervenir a tiempo, a favor de los justos, en el curso desastroso de los acontecimientos, y sólo podrán colaborar en una reparación posterior: en la última página del número, todos los superhéroes de la marca Marvel avanzan contra el lector en formación de combate, siguiendo al Capitán América hasta el nuevo enemigo, allí donde se encuentre: ¿fuera del papel? Mas, ¿y si lo que falla en la intervención superheroica no es tanto su tardanza, sino su propia idea, y más que su idea, el que esté vinculada tan íntimamente a los acontecimientos históricos en los que, allí donde termina el papel del cómic, se encuentra inmerso el Hombre americano?

Pues el puesto que suplen los superhéroes ante los atentados del 11-S, vacío por haber sido ofrecido por los "buenos americanos" a un Dios americano que o bien no ha llegado a comparecer en los márgenes de la historia o bien sólo ha enviado a sus representantes, no pertenece ya al tiempo de la acción ficticia, por más que los superhéroes intenten engranarse en la historia contemporánea y los autores/lectores pidan que se presenten "al lado de ellos" en el tiempo histórico fuera del papel. Si soslayan esto y se dejan llevar del hilo del relato, una vez inmersos en su espejo, el lector y al autor del cómic asumen de inmediato, a través de la intervención del bombero ficticio (precisamente por el peso "cotidiano", verosímil del personaje), que en algún pasado reciente, en el mismo tiempo de la acción ficticia que presenta las viñetas, la presencia en la escena del superhéroe hubiese sido del todo pertinente, al menos durante el ataque a los rascacielos acontecido el 11 de septiembre -esto es lo que viene a decir el bombero, diciendo otra cosa. Pero: ¿y si tampoco en ese pasado reciente, pero ya inalcanzable, hubiese sido pertinente su presencia, aun dentro del tiempo ficticio? (...) Una vez se comprende esto, ¿cómo mantener vivo el reproche que hacía el bombero, en nombre de autores y lectores, a Spiderman? ¿Cómo no interpretar ese reproche como un chiste macabro? ¿Por qué en un cómic sobre el 11-S el hilo de la ficción todavía está pensado para encajar a los superhéroes en el mundo del Hombre americano? (...)

Estas últimas son las preguntas que, en los límites del género superheroico y la posición histórica que le da lugar, resulta imposible o formular o comprender; al final de la trama de Watchmen, por supuesto, las preguntas se plantearán de modo que inviertan y anulen el sentido de la ejecución del gran plan de Veidt, al permitir los autores que ya en el propio tiempo ficticio de la trama -el medido por el reloj ensangrentado- la gran intervención heroica de éste tenga lugar y, coronada por un golpe cómico casual, quede anulada en su sentido. En efecto, ¿cómo decir, tras la recuperación del diario de Rorschach, que esa intervención secreta de Ozimandias fue pertinente en vista de sus resultados, esto es, según el criterio con el que comprendemos que el mismo Veidt la había ejecutado? ¿En realidad podrá evitar por siempre el desencadenamiento de la guerra nuclear -o mejor, de cualquier otra guerra, como pretende- la cruenta "gran acción" de Veidt, que ha propiciado la pacificación del mundo contemporáneo con la sangre de tres millones de personas, transformando en ese mismo instante su aparente crueldad en el brillo divino que lo funde con la leyenda de Ozimandias? (...) Su insistencia en tomar parte como (super)héroe (contemporáneo) sin superpoderes en la "salvación de la humanidad" es, por paradoja, la que acaba mostrando trágicamente, a través de la ficción, cómo la presencia de tales figuras ficticias en la historia es, de antemano, tan imposible como gratuita: y por extensión, indica por qué la ficción debe renunciar a fantasear con esas figuras.
Pero demos un giro más al paseo de Spiderman por la "Zona 0" antes de cerrar esta sección. Sin duda es ya muy significativo que alguien se permita volver a colocar a los superhéroes en la situación cuando ya no pueden aportar nada propio, con el simple propósito de reprocharles que se les ha echado en falta, que no han ocupado el lugar desde el que se esperaba tomarían parte para salvar la situación (a favor de los justos). (...) El bombero, con su aparente reproche, hablaba en nombre de todos los que conocen el género de superhéroes. Su pregunta era de inmediato comprensible para quien esperase que, al menos en la ficción, alguien hubiese asistido a la escena de los atentados para interrumpir milagrosamente -más bien, prodigiosamente- el curso de los acontecimientos. Decididos los acontecimientos, ¿qué consuelo podían aportar los superhéroes, si tampoco se les podía permitir evitar los atentados sobre el papel? Ninguno de los superhéroes o de los supervillanos de la factoría Marvel dejó de llorar entre las torres caídas, buscando las razones de aquella destrucción. Si no me equivoco, por primera vez en su carrera de malvado profesional, el Doctor Doom nos mostró que todavía podía derramar lágrimas bajo el corsé de su máscara de hierro. Aunque los supervillanos se hubiesen esforzado en adelantarse al mal, la historia les hubiese sorprendido con males todavía más incomprensibles. (...)

El superhéroe, entre los escombros humeantes, se pregunta una y otra vez "¿por qué?". Podría estar preguntándose por las razones que otros tuvieron para producir ese horror contra dos edificios civiles o por las razones por las que Dios había permitido que América, un país justo, lo haya padecido, en un ataque preparado en la paz dentro de sus fronteras y no durante una guerra. Vuelve a ser la pregunta de la Teodicea sobre cómo reconciliar la omnipotentia y la suprema bondad de Dios con el hecho del mal. En la ausencia de un plan de un Dios (universal) o una Razón que sean los mismos para todas las partes en conflicto, conocer las razones de un enemigo no es primordialmente "hacer las paces con él", "ver las cosas desde su punto de vista para comprender lo que hace y tolerarlo", sino subrayar en el mismo antagonismo aquello que puede servir para adelantarnos a él o doblegarnos ante su imposición. Pero no parece ser eso lo que busca Spiderman con su pregunta, porque él entiende, independientemente de lo que hablen sus enemigos acerca del Dios único (Alá), que sí hay una universalidad de referencia para él y los terroristas: la universalidad de su propio Dios, el Dios americano (aunque sea el mencionado por el lema del billete de un dólar, "el Dios de los deístas"), y la idea histórico-política del Hombre que le va aneja. Por vez primera, el superhéroe, en el cruce contradictorio de su despiadado "mundo postmoderno" y su orden de valores universales, se tiene que hacer la pregunta que a él mismo, en relación al mundo del lector, le confiere una función de respuesta (de respuesta ante la misma pregunta, hecha por sus lectores): "-¿Cuánto tendrá que esperar el ajusticiamiento de buenos y malos? ¿Por qué han de sufrir los justos?".

Después de años de sobreabundancia de historietas de superhéroes, el que un superhéroe se haga las mismas preguntas que vinculan su género a los lectores contemporáneos nos indica que no hemos abandonado el cruce en el que su figura pudo ostentar en 1938 un sentido inmediato ante el público adolescente de Norteamérica; pero del mismo modo, nos obliga a vérnoslas con estas preguntas sin permitir que, puestas éstas también en la boca del superhéroe, el superhombre a la americana se las apropie y nos evite examinarlas sin su cristal. El superhéroe, como decíamos, carga a rastras con el peso muerto de otros fenómenos contemporáneos -religiosos, sociológicos y morales- que avanzan sincrónicamente con él, y que hacen que su intermediación como "figura significativa" determine la resolución de esas preguntas en cierta dirección, ya de antemano. Para prescindir de los superhéroes -lo que está lejos de ser un resultado de una "autocrítica voluntaria", sino que debe ser preparado por los acontecimientos mismos de nuestro mundo- prescindiríamos antes de algunas irresoluciones y espejismos centrales de nuestra época. Por eso al final de Watchmen, cuando el último (super)héroe ha quedado expulsado por la sonrisa del lugar triunfal, se introduce la cita de John Cale "sería un mundo más fuerte, más fuerte y hermoso, donde morir".

(...) Además de actuar providencialmente como "espadachines del Dios americano", los superhéroes tomaron la escena del pulp en 1938 ya dispuestos a suplir plenamente la mano de ese Dios, facilitando con sus superpoderes los milagros y los ajusticiamientos que Él hubiese prescindido de cursar. Gracias a sus superpoderes, estaban ya preparados para proseguir su actividad justiciera "contra el mal y la injusticia" incluso sin el concurso del Dios americano. Reunían sobre sus personas potencias inverosímiles que no procedían de ningún Dios y que, empero, parecían suficientes a la hora de adelantarse a cualquier mal o catástrofe históricos. Pero quien creyese que podía entregar a los superhombres -en la ficción al menos, lo que ya sería mucho- el lugar dejado por ese Dios, hubiese quedado de nuevo empujado por la crudeza de la historia contemporánea a hacerse, respecto a ellos, la pregunta que se había hecho ya nuestro náufrago de los Relatos del Navío Negro, la pregunta sobre la posibilidad de que el lugar del Dios justiciero esté desocupado y tenga que quedar vacío:

"Aquella noche dormí mal bajo las frías y lejanas estrellas, meditando sobre el frío y distante Dios en cuyas manos descansaba el destino de Davidstown. ¿Estaba realmente allí? ¿Había estado, pero se había marchado?" [III, 21]


Aunque en el contexto de la viñeta sólo parece estar dirigiéndose la pregunta al Dr. Manhattan, podemos reconocer bajo su nivel inmediato una alusión al papel que se espera los superhéroes desarrollen para el mundo contemporáneo, y que no es un papel originario de ellos. Desatendiendo esa voz, permitiendo que rebose de la mediación de la figura del superhéroe, volveremos una y otra vez a encontrarnos con Spiderman ante los escombros de las Torres Gemelas, sumido, como nosotros mismos, en la perplejidad.



NOTAS:
(1) Insistiremos en fijarnos en ese número como en una excepción que, sin embargo, no abandona el género de los superhéroes, sino que requiere una magnificación -por referencias concretas al tiempo histórico que envuelve al tiempo ficticio de los superhéroes- de las relaciones retóricas entre los autores/lectores de estas ficciones, las figuras superheroicas y los hechos del mundo contemporáneo. Esta magnificación seguramente también tendría lugar durante la II Guerra Mundial, cuando el supersoldado llamado Capitán América midió sus fuerzas con las de los ejércitos del III Reich. (...)

Los años del desencanto (extractos).

[El Dios nacional y los superhéroes en las memorias de un enmascarado retirado.]

(...) Otra voz que debemos tener presente, si queremos "tomar la medida" a las razones y repercusiones de la aparición de las ficciones de superhéroes a partir de la meta-ficción desarrollada en Watchmen, es la de la confesión de Hollis Mason en su autobiografía de héroe enmascarado. Además de ofrecernos sus recuerdos de juventud acerca de la transición de las historietas "pulp" a las historietas de superhéroes, Mason se arriesga a hacer una exploración del género que no se limita a presentarlo como "fenómeno de entretenimiento de masas". Su juicio permanece atento a otra clave que nos interesa más: la de las interpretaciones morales que sustentan la figura de los protagonistas de esas historietas desde la posición histórica compartida por lectores y autores:

"Todos aquellos brillantes detectives y héroes [dice Mason refiriéndose a los protagonistas de los tebeos pulp] me permitieron vislumbrar un mundo perfecto, en el que la moralidad funcionaba como debería hacerlo siempre" [p. 5 de Bajo la máscara]. Tampoco duda en señalar un cierto vínculo genealógico entre sus lecturas "pulp" de adolescente y las lecturas de la Biblia de su abuelo: "La noción del bien y la justicia que me inspiraba Lamont Cranston [la Sombra], con su sombrero y sus pistolas automáticas resplandecientes, me parecía muy alejada de la imagen del viejo feroz y taciturno que recuerdo sentado en su granja de Montana, sin otra compañía que su Biblia, pero estaba seguro de que si los dos se hubiesen conocido hubiesen tenido de qué hablar".

Resultados de la primera intevención de un "justiciero enmascarado" émulo de Superman. Entre todas las "simetrías" de Watchmen, se descubre una gran asimetría: la que impide atravesar el umbral entre el "afuera" y el "adentro" del espectáculo superheroico sin que medie una intervención cruenta, que convierta a los superhéroes (sobre el papel) y a sus imitadores (fuera del papel) en piratas o "payasos disfrazados".


En efecto, los héroes "pulp", pese a sus "oscuridades y ambigüedades", servían como espadachines de una Justicia infalible -de alcance moral, escatológico, como la que impartiría en el fin de los tiempos un Cristo Pantocrátor- que, más allá de la "pequeña" justicia de las leyes temporales, los expedientes criminales y los procedimientos judiciales -de alcance sólo administrativo y político, falibles y posteriores a la trasgresión, en el mejor de los casos-, aseguraba que "lo que era malo recibiera su merecido castigo", por medio de una intervención aparatosa y espectacular. Estos héroes suplían, al menos en las páginas planas de las historietas, una función de ajusticiamiento expedito e irrecusable que toda una generación encontró ausente del mundo del incipiente y ya saboteado "Sueño Americano". ¿Pero quién es el agente último de esa Justicia suplida? ¿En qué momento esa Justicia se presentó en nuestro mundo histórico de modo que ahora pueda echarse de menos la intervención de su mano, por cuyo poder los justos reciben lo necesario para su tranquilidad pacífica, y los inicuos su castigo?
(...)
La importancia sociológica de los protestantismos en la Nación norteamericana mantuvo vigente hasta el siglo XX, en contradicción con el deísmo de los Padres de la Nación norteamericana y sacando partido de la "libertad religiosa" de la Primera Enmienda, la creencia en un Dios que vela para que en los acontecimientos históricos los justos prevalezcan sobre los inicuos, según su propia Justicia, infalible e inescrutable -por eso nos referiremos a ella con mayúscula inicial. (...) La aparición de los cómics de superhéroes es un fenómeno propiamente norteamericano, derivado de un cruce contradictorio entre las tradiciones religiosas y morales -predominantemente protestantes- de su sociedad civil y el hecho de que la Nación política norteamericana se constituya ya y tenga que abrirse lugar en la historia universal sobre la vorágine de unos tiempos que preparan la "muerte de Dios" y la "desvalorización de todos los valores", y por tanto, el desfondamiento de su propia "moral a la americana" y el colapso de su interpretación moral del mundo dominante. (...) A los del "Sueño americano" se les aplicaría lo que dice el refrán "a Dios rogando y con el mazo dando (sobre el ataúd de Dios)": porque mientras "América" sigue insistiendo retóricamente -por medio de historietas ilustradas, películas, buenas conciencias y sermones religiosos- en la posibilidad de librar de la erosión de la "atmósfera postmoderna" su común interpretación moral del mundo, su orden de "valores democráticos americanos" y sus garantías, más allá de esa retórica de propaganda el mismo proyecto político universal de los Estados Unidos no puede sino afianzarse, necesaria y materialmente, en la promoción de las condiciones históricas, económico-sociales y tecnológicas en las que el desfondamiento de todos los "valores" y la pérdida de toda divinidad se hacen inevitables en el horizonte. De esta manera, la nave americana, en la que muchos tienen un pie puesto como "modelo contemporáneo a seguir" -aunque no sea el único-, al final también nos sume igualmente en la nada, mientras que nos permite esquivar provisionalmente el inminente naufragio achicando agua con un cubo. (...) Así habla de esa efectiva "pérdida del sentido" en la aparente victoria del "Modo de vida americano" un enmascarado retirado:

"Todos los casos que investigué durante los 50 parecían sórdidos y deprimentes, y a menudo me helaban la sangre en las venas. No sé, parecía que el aire estaba impregnado de una cualidad lóbrega. Como si el elemento esencial de nuestras vidas, de todas nuestras vidas, estuviera desapareciendo cuando todavía no sabíamos lo que era. No creo que lo pueda describir de forma adecuada, salvo a alguien que recuerde la magnífica sensación que nos invadió a todos después de la guerra: nos habíamos enfrentado a lo peor del siglo XX, y lo habíamos soportado estoicos. Parecía que habíamos alcanzado una era de paz y prosperidad que nos llevaría hasta el año 2000. Aquel optimismo se mantuvo durante los años 40 y 50, pero a mediados de esta última década, comenzó a desvanecerse, y todo pareció verse invadido de una sensación ominosa." Hollis Mason: Bajo la máscara (Under the hood), cap. V, p.13 -citado en el apéndice del cap. III de Watchmen.


Estos soldados alemanes, tras extender por Europa la idea del Übermensch nacionalsocialista, huyen del avance del supersoldado de América.

Una respuesta "popular" a esta contradicción que señalábamos, condicionada por la alfabetización de las masas del país y la sobreabundancia capitalista en el mercado de la prensa escrita y las publicaciones a color, vendría a quedar inaugurada por el paso de las historietas "pulp" al género de los superhéroes y el definitivo asentamiento de estos segundos, que siguen atrayendo a nuevos lectores después de cerca de setenta años. No sabemos por qué Superman, el primer superhéroe, calcó su nombre inglés del alemán de la figura post-moral pintada por Nietzsche, que ya no conoce nada ni de un "Dios" ni de los límites o deberes de un "Hombre": el Übermensch, el Superhombre -o "Ultrahombre", precisarían algunos. Y no lo sabemos porque, antes de que podamos saberlo, se nos alcanza pensar que ese Superman no representa sino un giro de tuerca más -un giro "pop", en este caso- en la dirección metafísica de la búsqueda de "Dios" y el "Hombre (americano)", reunidos en un nuevo aseguramiento fundamental del uno por el otro. Porque, por supuesto, esta respuesta del Superman no tendría viabilidad histórica sin que el hombre americano se hubiese quedado a la espera de un Dios (americano), convertido por la libertad de culto de la mayoría protestante norteamericana -y la minoría judía integrada- en "aliado" y "protector" de las empresas históricas americanas y su "modo de vida": la doctrina del "Destino manifiesto".

Fallando la mano amiga de ese Dios en la historia, llegan los superhéroes a mantener elevada la "moral americana" en la ficción, haciendo irrelevante más allá de las viñetas, al menos provisionalmente, el que el Dios americano se hubiese olvidado de los justos. También el libro del Apocalipsis se compuso en tiempos en los que los cristianos eran perseguidos y humillados por los paganos, para asegurar la esperanza de la primitiva cristiandad y pintar retóricamente ante ella la caída de Babilonia y el ajusticiamiento universal al final de la historia; los lectores de las historietas de los superhéroes no son tan pacientes, sino que pasan a exigir ese ajusticiamiento en los márgenes de la propia historia, sin caer en la cuenta de que su nación quizás esté más cerca de "Babilonia" (la Roma pagana) que de aquellos para los que se escribió el Apocalipsis. (...)

Cuando Superman, abandonando su disfraz de Clark Kent, voló en 1938 en las viñetas de una historieta para evitar la ejecución de una inocente en la silla eléctrica, también dio alas al corazón de muchos jóvenes americanos con las que volar durante sus ensueños y evitar así la caída directa en el abismo -el fascinante abismo- hacia el que se dirigían ya sus empresas y su "moral americana"; de esta manera, los superhéroes, con Superman a la cabeza, se harían populares, ofreciendo al habitante del "Sueño americano" una cura en falso, una restauración superficial que era capaz de disimular, provisionalmente pero también de modo reiterado, el resquebrajamiento de sus cimientos. Afortunadamente, esas alas que permitían al lector seguir a Superman en sus vuelos eran de una factura tan débil como la del suelo cuyo desplome habían permitido ver desde lo alto, y estaban, por así decir, hechas de cera y papel de revista juvenil. En 1975, cuando Rorschach se tragó a Walter Kovacs [VI, 25 y 26], ese vacío abismal reclamó la mirada del personaje e hizo añicos sus ilusiones, para que ya nadie pudiese fingir no conocerlo. Si la mirada del lector pudo seguir a la del personaje a través de las páginas de la historieta hasta nuestro presente, no habrá encontrado ya un abismo ficticio -ficticio como el vuelo de las alas entregadas por Superman- sino el abismo histórico que los superhéroes habían ocultado a los que querían dilatarse en el "Sueño americano", que al quedar cercado por un vacío es, esencialmente y no sólo de modo contingente, eso mismo: ensoñación.
(...) Éste es el proceso que discurre bajo el paso del género de superhéroes al género de piratas, la deriva que acaba siendo presentada de nuevo, a su manera, en el juicio que Rorschach y el Comediante comparten sobre sus coetáneos y la desmoralización de su circunstancia [VI, 15]. Dice Rorschach: "(...) Él [el Comediante] era quien mejor lo entendía todo. De la gente. De la sociedad y de lo que está pasando. (...) Entendía la capacidad del hombre para causar horrores, y nunca se retiró. Vio el interior oscuro del mundo y nunca se rindió". (...)

lunes, 16 de marzo de 2009

Superhéroes y crisis (...). (I)


El Juez de toda la Tierra. Superhéroes y crisis política y moral prebélica.

[El superhéroe frente al marxismo-leninismo. Por qué es necesario invertir el espejo de las ficciones superheroicas para saber de dónde extraen los superhéroes su poder y en qué circunstancias históricas pueden seguir ejerciéndolo sobre el público lector]

Para que nadie se lleve a engaño o piense que nos llevamos a engaño, aclaramos ya que, en este parágrafo, vamos a argumentar a partir de una opinión plausible, que al mismo tiempo es el adelanto de la tesis a la que queremos llegar. Describiremos, pues, un círculo en nuestra argumentación; y dado que somos unos discutidores y unos bromistas, nos dará igual. Partiendo de la opinión de que “los superhéroes son figuras propagandísticas del Imperio estadounidense y refuerzan comportamientos tan mojigatos como agresivos” pretendemos extraer la tesis que sigue: existe una relación directa entre la regeneración de las ficciones superheroicas y los períodos de crisis y reajuste del proyecto universal (imperial) del Hombre americano. Por tanto, también afirmaremos que ambos, las ficciones superheroicas y el repliegue pre-bélico del Hombre americano, han mantenido, desde 1938, una correlación nada azarosa -una correlación directa, derivada de factores internos y no meramente accidental-, una correlación que se mantendrá mientras no se produzcan descomposiciones irreversibles en el cuerpo de las ideologías y tradiciones propias de la “Democracia atlética de los EEUU“, o -claro está- mientras el proyecto universal del Hombre americano no sea sometido y desarmado por fuerzas externas. Al encontrar las razones de esta correlación superhéroes-crisis del American Way, tendremos que descartar que fuese la mera casualidad la que hiciese caer la nave de Kal-L / Superman -nativo de Krypton pero, antes que extraño para él, forma definitiva (“del Mañana”) del Hombre (americano)- sobre el territorio de los EEUU, y no más bien sobre el del III Imperio alemán o el de la Unión Soviética -lo que, en el extremo, hubiese dado lugar a una ficción no menos interesante, pero mucho menos reconfortante para los lectores adolescentes de ACTION COMICS: pues, ¿cómo vencer a la nación antagonista que tiene de su parte al Hombre de Acero?-. (Dicho sea de paso: acerca de la aparición del Dr. Manhattan fuera del papel, facilitada por la milagrosa -en tanto inexplicable por la Física o la Fisiología- recomposición del cuerpo del físico Jon Osterman, todavía nos restaría preguntarnos si, en el fondo, no se trató sólo del antecedente necesario de la broma del Relojero universal que culminó en noviembre de 1985, una broma pesada que estaría contenida entre la primera y la última sonrisa amarilla de las viñetas de Watchmen, y durante la cual será precisamente la desaparición de Manhattan la que haga parecer inevitable la cabalgata final de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis nuclear).


En la misma medida en que defendamos este vínculo superhéroes-crisis del Hombre americano, nos veremos obligados a asumir que “los superhéroes han llegado para quedarse”, pero también tendremos que introducir la siguiente acotación: los superhéroes podían llegar sólo al mundo del Hombre americano, y sólo podrán sobrevivir en ese mundo mientras no se den cambios significativos en su composición ideológica, en los significados morales y religiosos propios sobre los que este Hombre americano concentra sus fuerzas y reanuda su empresa. Comprender esto, dicho sea de paso, no tiene por qué hacernos rasgar nuestras vestiduras. Los superhéroes, hechos de papel, sólo podrían caer -ser olvidados, y no “morir para resucitar“, como se les permite hacer- cuando la interpretación del mundo a la que están vinculados quedase libre de sus debilidades y crisis, esto es: o bien en la descomposición política de los EEUU o bien en la transformación de sus tradiciones religiosas civiles y su “filosofía moral“ cotidiana. Paradójicamente, el Superman “símbolo de la América pop” es incongruente, en tanto ampliación (ficticia) del Hombre (americano) y Hombre Supremo, con el acontecimiento de ese “super-hombre” [“trans-hombre“, dicen algunos] del que tanto hablan los lectores de Nietzsche [nota 1].
Podríamos reformular la tesis a sostener como sigue: Superman no sólo llegó a los EEUU -y no a “la Tierra”, sin concretar- desde una civilización kryptoniana atravesada por una crisis -que no superó-, sino que, además, el Hombre del Mañana aterrizó y sólo podía aterrizar en una nación política que, en 1938, se encontraba atacada, descompuesta y desmoralizada por una crucial crisis interna -paralela a las de las otras naciones industrializadas del momento-, pero que, anabolizada ya por las medidas económicas del New Deal, estaba resuelta a salir de ella, decidida a superarla por medio de la imposición “atlética” y universal de una Paz americana mundial -esto es: exportando como fuere su propia idea de “Concordia de las naciones“. ¿Se dan cuenta de que aquí ya estamos intentando correlacionar tiempos de crisis (en principio, económica, aunque también política y moral) del Hombre americano y tiempos de necesidad de superhéroes? Según nuestra lectura, esta correlación superhéroes-imperialismo (del American Way of life) no estaría dada en el plano de las ideas eternas o al nivel de los arquetipos de la inconsciencia colectiva, sino que se habría configurado en un plano tan terrenal y localizado como el que podría confirmar aquella tesis, propia de la filosofía marxista-leninista, de que los choques de intereses (económicos) entre las naciones capitalistas contemporáneas producirían, en primer lugar, desajustes sociales y crisis productivas dentro de cada una de ellas, para después derivar en choques violentos que tienen que alcanzar la talla de guerras entre imperios, o acaso, la forma de otros conflictos por el “reparto del mundo”: las guerras mundiales, los conflictos de periferia en países descolonizados o asimilados, etcétera, y en definitiva, la destrucción -directa y a gran escala- de un “excedente“ de mano de obra y capitales productivos. Pues si toda nación política moderna, incluida la Democracia atlética de los EEUU, tiende a expandirse y a someter a otros pueblos según su interés, y además tiene medios para hacerlo a escala geográfica realmente global “en un mundo de tamaño finito“, los diversos imperios tendrán que frenarse mutuamente y quedar sometidos a conflictos de intereses -no directamente militares- tan pronto dos de ellos vayan a extenderse sobre la misma parte del mundo conocido: un mundo finito en el que, una y otra vez, se regresa a la preguntas “¿quién está de más? ¿Quién va a hacer hueco para que volvamos a poner en marcha nuestra interpretación del mundo?”.



Puede compararse esta competición entre imperios, en definitiva, a una versión siniestra del juego de la silla: no hay asientos suficientes para todos los jugadores, y cuando acaba la música, no pueden sentarse dos jugadores en el mismo asiento. Este juego incluye, también, el enigma del “nudo gordiano“ que quiso resolver Alejandro para el mundo de la Antigüedad, y que en la ficción de Watchmen intenta despejar un moderno Ozimandias: cómo deshacer el nudo sin que al tirar de uno de los cabos se complique su enredo, o en otros términos, cómo insertar la Armonía (absoluta) en la historia universal, sin que esa intervención pacificadora se convierta en un sometimiento parcial de las otras partes en conflicto -un sometimiento a la Paz del Ozimandias de Moore, o a la Paz del Superman (Rojo) de Millar, pero en todo caso, a la paz impuesta por una tercera parte. Ahora bien: en este juego, quien se quede de pie tras cesar la música no saldrá por su voluntad del escenario, ni tampoco se tendrá que someter al juicio de ningún “árbitro imparcial“ que quede al margen del juego -ese árbitro tendría que ser presentado, acaso, como un Dios providente, un Ser Supremo o una Razón universal, dependiendo de cuán ilustrados nos declaremos- sino que intentará echar a otros y ocupar sus asientos. Por supuesto, cada uno de esos imperios querrá tener a ese Dios [véase IV, 27 y 28] -un Dios que nunca es el mismo para todos- o esa Razón universal de su lado: y si éste no le da señales de haberle señalado por medio de su Providencia como “destino de toda la historia universal”, otras formas de ideología tendrán que salir a escena para que, por medio de nuevos significados, se mantenga y agudice el necesario espejismo de la validez universal de sus “valores” y de la imparcial legitimidad de la defensa de sus intereses. Tan necesarias como las armas que, haciendo saltar en pedazos a sus antagonistas, aportan razones sobre la validez del proyecto universal del Hombre (americano, en este caso), son los significados morales y éticos que incorporan las biografías de los hombres concretos a la reposición de dicho proyecto: y esos significados son justamente los que, de un modo ambiguo y precario, llegan a rescatar -en la parte que les toca- las ficciones de superhéroes en 1938, en un momento en el que el hombre medio del Sueño Americano, irresuelto acerca de la toma de una figura ética de resistencia ante el desplome parcial del proyecto político en que se halla embarcado, acepta un nuevo género de discurso metafísico: el género superheroico, que según nuestra lectura, sólo es posible como extensión de la ambigua constitución de las tradiciones morales y religiosas de los estadounidenses, siempre expuestos al cruce entre el protestantismo dominante y la proclamación de la “religión natural“ de los deístas ilustrados que inspiraron a sus “padres fundadores“: “IN GOD WE TRUST” [ya veremos esto]. Será ya tras la “muerte de Dios”, en el periodo de entreguerras, cuando, en el caso de la primera república moderna, la intervención de la mano del Dios (americano) que puede y debe asegurar la Justicia en el curso de los hechos, quedará suplida y suplantada (ficticiamente) por las figuras superheroicas que aparecen dibujadas sobre el papel de los cómics. Si el replanteamiento de las ficciones superheroicas y su recuperación tuvo que cobrar, en el extremo y a plena máquina, la forma de una Crisis en Tierras infinitas (al otro lado del papel), en nuestro mundo -esto es: “fuera” del mundo fingido por el trampantojo de papel- lo único que podemos encontrar efectivamente son Infinitas crisis (del Hombre americano) en una Tierra finita. [nota 2]